Como cada mañana desde hacía veinte años, abrió los ojos antes que el despertador, con su molesto soniquete, le diera los buenos días marcando el pistoletazo de salida hacia una nueva jornada. Pero antes le robó cinco minutos al reloj, abrazó por la espalda a su mujer y sintió la excitación cuando juntó su cuerpo contra el de ella. Ese era su momento feliz del día. Le besó la espalda y le apartó el pelo de la cara. ¡Dios, qué guapa era!.

Después de ducharse, entró en el vestidor y se puso el traje negro, la camisa blanca y la corbata también negra. Los zapatos bien lustrados, brillantes. Le gustaba vestir bien. Su trabajo no le exigía una forma determinada de vestir, pero lo hacía por respeto a sus clientes. Claro que a estos les daba igual, eso supuso, nunca le habían dicho nada al respecto. Se ríó de la ocurrencia mientras se ajustaba, una vez más el nudo de la corbata.

Le encantaba su trabajo. Siempre había tenido don de gentes, y aunque sus clientes no hablaban demasiado, se enfrascaba en largos monólogos para que la espera fuera menos tediosa.

Cerró la puerta sin apenas hacer ruido y bajó al garaje. Mientras conducía, se acordó de la señora Ramírez. Estaría esperando a primera hora. Ayer no había estado muy fino con ella. Sandra, su ayudante, le dijo que si quería ella se encargaba, pero como no tenía prisa hasta hoy a primera hora, le dijo que prefería ocuparse personalmente. Además, tampoco se iba a morir por esperar un día.

Aparcó en su plaza reservada y entró en el edificio. Le gustaba la sensación de pulcritud que se respiraba. De asepsia casi quirúrgica. Los jardines de inspiración Zen que se veían tras los grandes ventanales. El brillo de los suelos de mármol. Inmaculados. El sonido de sus zapatos al caminar, clap,clap, clap, haciendo eco en los pasillos, desiertos a esa hora de la mañana.

Cuando llegó al mostrador de recepción saludó a Marta que le entregó una carpeta con el orden del día. Pasó las hojas y leyó con detenimiento. Tres nuevos clientes. ¡Caray! y uno bastante joven. Se despidió dando una palmada en el mostrador y se dirigió a su despacho. Siempre era el primero en llegar. A derecha e izquierda las salas permanecían cerradas. Clap, clap, clap, siguió caminando hasta que llegó a su puerta. Abrió y dejó el abrigo y la chaqueta en el armario, colgados en la percha. Cogió una bolsa de plástico con una bata en su interior, la rasgó y se la puso. Se miró en el espejo, se ajustó los botones y con ambas manos se alisó el cabello de las sienes, mientras observaba una vez más, las canas que escasas pero incipientes, le recordaban que ya no era un chaval.

Desde su despacho, podía acceder a la sala de trabajo. La señora Ramírez le esperaba tumbada en la camilla.

—Buenos días señora Ramírez. Vamos a ver si hoy tenemos más suerte y terminamos para que esté guapa. Tenemos que sorprender a su familia.

Mientras se ponía los guantes de látex volvió a estudiar el rostro de su cliente tratando de ver que maquillaje le iría mejor. La base que utilizó ayer no le gustó. Solía pasar a veces. Las pieles con cierta edad, maltratadas por el sol, no reaccionaban bien ante ciertos tipos de maquillaje.

—Se nota que le gustaba tomar el sol. Yo nunca he soportado el calor. Prefiero mil veces el invierno. Si hace frío, gorro, guantes, bufanda, un buen abrigo y no pasan ni las balas. Pero con el sol, ya me puedo poner desnudo que no lo aguanto. Como dicen, lo mejor del sol es la sombra.

Acercó la mesa de acero inoxidable que contenía sus útiles de trabajo y se puso manos a la obra. Volvió a lavar el rostro con jabón para facilitar el proceso, y aplicó una base de crema hidratante para tapar los poros y dar un aspecto más natural a la piel.

Comprobó una vez más la tonalidad de la señora Ramírez, y extendió la base de maquillaje poniendo especial cuidado en corregir las ojeras. Para disimular las hundidas mejillas que el paso del tiempo había ido consumiendo, utilizó una fina pasta de látex para darles el volumen necesario, tratando que el resultado fuera lo más natural posible. Trabajaba con rapidez pero metódicamente. Sin prisa pero sin pausa. Su familia la esperaba a las diez de la mañana y tenía que lucir perfecta. Se apartó unos pasos y sonrió.

—Esto está mucho mejor.

Aplicó de nuevo maquillaje sobre las mejillas para disimular el látex y curar el paso del tiempo.

Por último aplicó el delineador de ojos y pintó los labios de un suave color cereza.

—De joven tuvo que ser una belleza señora Ramírez.

Ya solo quedaba el pelo, pero eso era labor de Sandra, su ayudante, que no tardaría en llegar. Le despojó del gorro que había usado para cubrir el cabello a fin de evitar mancharlo de maquillaje y retiró el papel protector del cuello de la blusa que había usado para el mismo fin.

La puerta se abrió tras él. Sandra se situó a su lado.

—La has dejado preciosa Andrés. Su familia la podrá despedir como se merece.

Mientras Sandra se afanaba con el cabello, Andrés, en su despacho rellenaba el parte de trabajo.

Nombre: Dña. Estela Ramírez Velasco.

Edad: 76

Fecha de fallecimiento: 25/6/2018

Técnico tanatopractor: Andrés Marín Gómez

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