No era necesario el espejo para reflejar el tiempo pasado. Casi la mitad de su vida, Milagros, se la había pasado en esa oficina atendiendo a los pacientes; que llevaban los medicamentos, para que continuaran con vida. Faltaba poco para el descanso obligado, la corporación no podía esperar, el acuerdo debía acabar.

No pensó que podía acabar abruptamente. Milagros, se preguntaba: ¿Cuándo llegó a trabajar con el doctor oncólogo, acaso esperaba durar tanto tiempo? Obviamente, este profesional progresó, dado que tenía un puesto en un hospital público de su especialidad. Atendía paralelamente a los enfermos de cáncer y los que podían pagar, los derivaba a su consultorio privado.

Llegó –Milagros– a trabajar en ese consultorio, por recomendación de un tío enfermero que conocía a ese especialista. Al principio le costó –como a todos en una actividad nueva– adecuarse al lenguaje que se utilizaba entre médicos, también como los pacientes verbalizaban sus malestares. A muchos de ellos los acompaño en su tratamiento. No se involucraba. No podía hacerlo. Desde muy niña, se formó expectando lo que hacia la gente, contemplaba y trataba de entender, cuál era el tema. En realidad no solo era el “tema”, sino la actividad que realizaban. A los cinco años aproximadamente, salía a la puerta de su casa, y cada cierto día podía contemplar cómo un poco más de media docena de adolescentes y algunos un poco mayores, jugaban dados. Timbiaban en la calle. Los dos dados los cogía uno de ellos, tiraba una moneda o billete, la apuesta se abría, los que querían participar tenían que gritar si estaban a favor o en contra del dueño del juego. Toda apuesta se tenía que parar, algunos con monedas otros con un billete de menor denominación. El ganador o ganadores, recogían su dinero del suelo. Era una forma de divertirse y apostar a la suerte. Un día, con la plata en el suelo, el jugador de turno con los dados chocolateándolos en la mano, no los llegó a tirar. Una camioneta de la policía había llegado y sus ocupantes bajaban raudamente, para detener a estos jugadores. Juego de azar con dinero en la calle, estaba prohibido. Todos los involucrados corrieron del lugar escapándose. Ella, parada en la puerta de su casa, se dirigió lentamente hacia el dinero, lo recogió, regresó sobre sus pasos, entró a su casa y le entregó todo a su mamá.

No se había dado cuenta que desde niña, había aprendido a no desaprovechar una oportunidad. Por eso cuando la recomendaron para trabajar en ese consultorio, no lo dudó, aceptó. Al poco tiempo, este doctor con un grupo de médicos crearon un centro médico. El cual lo dirigió, llevándola –a Milagros– como su brazo derecho. Muchas peripecias en el tiempo. Cada vez, veía con menos frecuencia a su jefe, el nuevo cargo lo convirtió en un empresario de la salud. El contacto de ella se hizo más cercano a recursos humanos. La nueva organización empresarial contaba con una pirámide moderna de organización. La corporación tenía que funcionar y ella era una parte más.

Tuvo varios cargos que le permitían ascender, muchos de ellos relacionados directamente con los pacientes. El último que le tocó desempeñar, le permitía atender a los enfermos, entregándole las medicinas que los doctores le recetaban. Hacia un seguimiento de los que mantenían tratamiento y de los nuevos que ingresaban. Tenía que proyectar y calcular las medicinas necesarias, para el corto plazo. El departamento de abastecimiento, esperaba siempre su reporte. Ningún paciente debía quedarse sin su medicina. Si fallaba, estas personas podrían encontrarse en peligro de contar menos tiempo de vida. La empatía se había convertido en su atributo especial.

Como cuando, después del tratamiento correspondiente, una joven de 25 años, llegó a su oficina para recoger sus primeras medicinas. El rostro preocupado y desencajado, dejaba entrever el sufrimiento interno que la aquejaba. Milagros la atendió con mucha suavidad, preguntándole si había venido sola. ¡No, no estoy sola! Mi esposo no ha querido entrar, se encuentra en la sala de espera, está muy mortificado, ya quiere irse, dice que me he demorado mucho y él tiene que hacer. Pero es tu esposo y sabe que tu enfermedad es grave, discúlpame que te pregunte ¿Por qué actúa así? A lo que le contestó: lo que pasa es que hace seis meses nos casamos, compramos un departamento y me ha sucedido esto. Nadie espera una cosa así, tan llena de vida y este cáncer a la mama aparece. Eso lo puede haber alterado. Pero, como que lo puede haber alterado, esta enfermedad es muy delicada y su tratamiento es bien largo ¿es consciente de ello? ¡No!. Dame mis medicinas. Por supuesto, toma tus medicinas, pero déjame tu número de celular para llamarte si necesitas algo. Está bien, te dejo mi número, muchas gracias.

Así como esta experiencia muy penosa, le había tocado muchas parecidas. Las personas a las que atendía, de repente ya dejaban de recoger sus medicinas. No podía ponerse sentimental, tenía que poner al día las proyecciones de los medicamentos para que su oficina esté convenientemente abastecida y no fallar a los que les tocaba recogerlos.

No le faltaba mucho, solo cinco años, para poder retirarse y recibir la pensión que le permitiría descansar o realizar otras actividades. Se habían cumplido treinta años, de trabajo continuo, la corporación, tenía un contrato de tiempo indefinido con ella, debía esperar con paciencia el cumplimiento de este acuerdo.

Para la corporación, el acuerdo terminó. Antes de cumplir los cinco años que le faltaba para jubilarse, el último día del mes, recursos humanos, le envió, una carta de despido, con todos sus beneficios debidamente calculados. Se negó a recibirla y a la hora de salida de retiró.

Llegó a su casa, le parecía que un camión la había atropellado dejándola toda maltrecha. Un pensamiento no la dejaba tranquila, de cuando en cuando volvía aparecer: “tan fácil es romper un acuerdo sin que importe la otra parte”.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS