Las niñas de nueve años no deberían servir a nadie. Las niñas de nueve años deberían ir al colegio. Las niñas de nueve años son niñas, y deberían seguir siéndolo. Pero la vida transcurre en un barco rodeado de agua del que nadie puede escapar, y aunque los cimientos del barco crujan herrumbrosos bajo los pies fríos, hay que seguir bailando el vals sobre la cubierta. Aún cuando la música haya dejado de sonar.
» (…) Y una mañana todo estaba ardiendo
y una mañana las hogueras
salían de la tierra
devorando seres,
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre (…)».
PABLO NERUDA
Casilda había nacido en el año 1927, así que cuando estalló la guerra civil acababa de cumplir nueve años. Sus padres, trabajadores incansables de sol a sol, vivían de sus tierras y de los animales que criaban. La niña estaba en el colegio pero la guerra hacía que las necesidades fueran cada vez mayores y su manutención, al igual que la de sus hermanos, era costosa. Casilda hubo de dejar el colegio y ponerse a trabajar, como tantos otros niños y niñas españoles de clases bajas y medias. Como niña que era fue colocada como criada en una casa de familia pudiente, mientras que sus hermanos varones marchaban al campo. El día que llegó, con una pequeña maleta de cartón y las lágrimas contenidas por la emoción de alejarse del hogar familiar, a aquella casa enorme en pleno centro del pueblo, se sintió como si aquel enorme edificio la engullera. Llamó al timbre con dedos temblorosos y un hombre alto y muy delgado, vestido como si fuera de fiesta, salió a abrir la verja de hierro. Lo siguió por las escaleras de piedra y entró en un recibidor enorme, frío a pesar del calor de septiembre, y con un suelo brillantemente encerado, tanto que podía verse reflejada en él. Una mujer joven y muy bien vestida entró por una puerta y cruzó hasta llegar a Casilda, pidiendo amablemente al hombre alto que se marchara. Le sonrió con dulzura y le preguntó su nombre. Después la cogió de la mano y le pidió que la acompañara a la planta de arriba, donde se encontraban las habitaciones del servicio.
Casilda se despertó temprano, como todos los días, se puso su uniforme negro, perfectamente planchado, y un delantal blanco a juego con una cofia, ambos almidonados e impolutos. Se recogió torpemente el pelo con unas horquillas bajo la nuca y bajó a preparar el desayuno para toda la familia. Llevaba casi un año trabajando en casa de los Palombo-Aguilar de Sotoblanco, y se había acostumbrado a su trabajo. Limpiaba toda la casa desde el amanecer hasta la hora de servir el desayuno en el salón principal, una vez había lavado la vajilla volvía a continuar con las limpiezas hasta las diez, momento en el que debía despertar al niño pequeño para darle el desayuno y asearlo. El niño tenía sólo cinco años menos que ella. Marchaba después a hacer la compra mientras el niño se quedaba jugando en el patio trasero de la casa, con sus perros y sus gatos, y sus muñecos. Al regresar, Casilda hacía la comida para toda la familia, recogía y fregaba los platos sucios después de que la familia comiera, y tenía una hora libre para descansar, mientras el niño dormía la siesta. Sobre las cinco despertaba al crío, le daba la merienda y le leía cuentos, jugaba con él al escondite y preparaba la cena para toda la familia. Antes de recoger y fregar todos los platos bañaba al niño, le ponía el pijama y lo acostaba. Cuando terminaba de recoger podía irse a la cama. Casilda sabía que esa iba a ser su rutina mucho antes de llegar allí, porque su madre y su hermana mayor también habían sido criadas antes de casarse, y le habían contado sus experiencias. Mientras se lo contaban trataba de digerir el futuro que la aguardaba, trabajando sin descanso hasta que le doliera cada parte del cuerpo y sin ver a su familia hasta el fin de semana. Pensaba lo largas que serían las semanas y lo insoportable que sería acostumbrarse a ser una mujer cuando apenas sabía lo que eso significaba. Pero Casilda se equivocaba. Lo realmente duro fue acostumbrarse a sortear las bombas que caían del cielo, tirándose al suelo y cubriéndose la cabeza con la cesta de la compra o refugiándose en algún portal hasta que los pitidos y los estruendos cesaban. Lo duro fue despertarse en mitad de la noche por el estremecedor aullido de las sirenas y correr al refugio subterráneo de la casa. Lo duro fue, más duro que nada, leer la carta de su madre en la que ésta le informaba de que su padre había sido arrestado en su huerto, mientras recogía los tomates que comerían su mujer y sus hijos para comer, subido a un camión y fusilado junto a otros hombres. Ni si quiera sabía donde estaba su cuerpo.
La mayor de las hijas de la familia cumplía diecisiete años, sólo uno menos que Casilda. Se habían hecho buenas amigas. Aquella noche ella tenía fiesta e iba a ir con su novio al cine. Alicia le prestó un abrigo de piel y un par de zapatos altos, y Casilda entró en la sala de cine como si fuera Scarlet O`Hara en Lo que el viento se llevó, su película favorita. Nadie entendía como una criada de posguerra podía permitirse lujos de ese tipo. Y ella, que aunque era pobre tenía porte de rica, disfrutaba de lo lindo. La vida le había quitado muchas cosas, pero jamás le había arrebatado su orgullo.
La sonrisa de mi abuela mientras me contaba como presumió aquella noche, vestida de «señorita» y agarrada del brazo del chico más guapo del pueblo (mi abuelo), refleja el espíritu de una generación que, aunque marcada por el horror y la muerte, nunca perdió las ganas de seguir bailando sobre la cubierta.
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