—¡Adelante, Tomás! ¿Qué te trae por acá?

—Permiso, Mario. Vengo a decirle algo importante —la voz de Tomás se oía solemne al entrar en la oficina.

—¡Pero, hombre! ¿Desde cuándo tanta formalidad? Siéntate, por favor, ¿quieres tomar algo?

—No, estoy bien, gracias. Bueno, no, la verdad es que no estoy bien, por eso vengo a hablar con usted.

—Otra vez con lo formal, ¿estás poniendo distancia?

—No me gusta mezclar las cosas. Usted sabe.

—Está bien, entonces, ¿qué lo trae por acá, Tomás?

—Es que… últimamente… desde… no he podido… no he vuelto a ser… —Tomás caminaba de un lado a otro frente al escritorio; sus ojos buscaban una respuesta que parecía eludirle.

—¿Y quién lo ha sido? —la voz de Mario fue disminuyendo su tono hasta hacerse un susurro.

Luego de un momento mucho más largo de lo que dice el reloj, Tomás retomó la conversación.

—Mire, don Mario, se me está haciendo cuesta arriba continuar en la empre…

—¡Tonterías! ¡No sigas! —Interrumpió su jefe— ¿Seguís viendo a la terapeuta que te recomendé? Mira que sus honorarios los cubre la empresa, no tienes de qué preocuparte.

—¿No tengo; en serio?

El silencio cayó pesado, espeso.

—¿Qué es lo que de verdad quieres de mí, Tomás?

—Perdón, no me malinterprete, es que…

—Lo sé, hijo, lo tengo claro, pero…

—Entienda, Mario…

—Mira, hace ¿qué?, ¿diez años que estás aquí? ¿No has visto suficiente ya? Cuando fundamos esta empresa con mi padre pensamos que teníamos el negocio de nuestras vidas, y lo tenemos aún, sólo que nadie nos advirtió esta otra parte, ¿sabes? Nos fuimos haciendo fríos, profesionales; lidiamos con el dolor de la gente, con el peor dolor, y lo hacemos casi artísticamente. Aun así… ¿Cuántas lágrimas has visto en esas salas? ¿Cuánto perdón? ¿Cuánta miseria humana oíste en los pasillos? ¿Cuántos ardides se tejieron en los remises camino al cementerio?

»Acá la gente muestra lo mejor de sí y también lo peor, tú sabes muy bien cómo es este negocio. ¿Qué te ocurre?

—No es eso, ¿sabe? Es lo otro, es por…

—¡Por supuesto que es por…! —agachó la cabeza y dió un golpe de puño, suave pero firme, sobre el escritorio; se dirigió a la estufa a leña, en cuya repisa descansaban las fotos familiares—. No hagas esto, Tomás, te lo pido por favor. ¿Acaso no fuimos…, no somos aún?

—Y es por eso mismo, Mario.

—¡No puedes, hijo, por ella; se lo prometiste! —Había nostalgia y ternura en la voz de Mario.

—Lo sé, aun así, me cuesta mucho este momento, ¿sabe?

—¿Piensas que para mí es fácil?

Tomás no pudo mirar a los ojos a Mario, no sin revelar lo que se prometió esconder. Este último regresó al escritorio y acomodándose en su sillón ejecutivo, retomó su posición de cabeza de firma.

—Señor Ferrari, no estoy dispuesto a aceptar su renuncia. Considere tomarse unos días de descanso, y recuerde que la empresa cuenta con sus imprescindibles servicios. Ahora, si me disculpa… —sacó unos papeles del cajón central, tomó los lentes y un bolígrafo— tengo trabajo atrasado, tome lo que resta de la semana para aclarar sus pensamientos.

Tomás sabía que aquello era el final de la conversación, que nada de lo que dijera haría cambiar de opinión a Mario, lo conocía demasiado bien. Once años compartiendo comidas, navidades, cumpleaños, pesca, trabajo, y a Patricia. Pensó en tomar el resto de la semana y así huir definitivamente, correría, correría como un cobarde. Así se sentía; tal vez eso era.

Al llegar a la puerta, Mario habló una vez más:

—La empresa lo necesita, Ferrari, no haga locuras —y luego de una pausa agregó—, yo te necesito, Tomás; no puedo, no quiero perder a ambos en tan poco tiempo, por favor.

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