Ella nos recibió amablemente en su casa, acorde a lo pautado en la plataforma electrónica, meses atrás, cuando planeábamos con cuidado esta travesía.

Este no era un viaje corriente; era el retorno en el tiempo para una pareja que había vivido muchos años juntos, ahora con sus hijos adolescentes.

El primer viaje había sido el de bodas; ahora habían elegido volver y mostrarles a sus hijos aquellos pequeños pueblitos que antaño ni figuraban en los mapas de papel.

Este era un enclave especial, un caserío perdido en medio de la nada. Un puñado de casitas en medio de la montaña, rodeado de más montañas, donde la naturaleza todo lo acallaba. Un lugar que merecía silente contemplación. Era el corazón de los Picos de Europa, picos que trepan hasta el cielo; lagos, nieve, curvas buena comida y más curvas.

Las tonalidades del verde de los bosques contrastaban con los grises de los nubarrones que se habían ensañado en cubrir las montañas; a pesar del mal tiempo uno se sentía cautivado allí.

Al llegar a su morada, la nuestra por tan solo una jornada, todo fue cogiendo otro color. Ella, una mujer sola en medio de la montaña, nos recibió como sus huéspedes, nos alojó atenciosamente, mas su gesto a pesar de la cordialidad siempre fue adusto, más bien duro, distante. Se vislumbraba que aquella mujer algo ocultaba. La sonrisa le era esquiva como el sol a nosotros en aquellos días.

Todo en su casa estaba cuidadosamente previsto.

El jardín en flor era un arcoíris de tulipanes rojos, amarillos y de rosas perfumadas.

Nosotros llegamos buscando paz, ella la tenía allí cada día.

Paseamos por el pueblo, contemplamos los distintos sitios que ella nos había recomendado y por fin cenamos en la taberna que nos indicó. Aquello fue un festín.

A la mañana siguiente bajamos a desayunar, y descubrimos que éramos los únicos en la posada: “hemos estado susurrando para no despertar a los demás”, le contamos y esbozó una mueca de sonrisa.

Cuando bajó mi hijo, nosotras conversábamos en el Hall; él le dio los buenos días acompañados de un beso que la sorprendió, dejándola con la guardia baja. Ese beso hizo magia; fue el primer momento en que la vi descruzar los brazos, antes siempre fueron su escudo protector; los dejó colgando al lado del cuerpo; su sonrisa apareció. Aquella muestra de afecto cotidiana en nuestra familia había desarmado la coraza de aquella mujer solitaria de montaña. Le expliqué que esa era nuestra costumbre, besarnos al despertar, y que él se estaría sintiendo muy a gusto en su casa para tener ese gesto, “casi como en familia”. Su sonrisa esta vez fue más amplia. Como el mago que saca conejos de su galera, ella comenzó a contarnos de sus hijos que también eran dos, un niño y una niña, que ya habían partido a otras ciudades más grandes para hacer sus estudios universitarios de cuánto los echaba de menos, de cómo los había criado, allí en la montaña. De repente la nostalgia volvió a borrar su sonrisa.

La posada había sido el sustento familiar desde hace muchos años, le había permitido sostener a su familia incluso en tiempos de crisis, sus hijos crecieron allí mientras ella se ocupaba de atenderla, estaba cerca, muy cerca de ellos. Mas ahora ella ha de seguir al frente sola, sigue sosteniendo lo que otrora fuera el orgullo familiar. Solo que ahora en vez de libertad le significa una jaula de la que es muy difícil salir, porque no hay día ni fecha en el calendario, no hay días en rojo, ni fines de semana. Ella ha de estar y responder, y ellos ya no están, han volado, solo le queda esperar que vuelvan, como vuelven los jilgueros a hacer el nido en su alero cada primavera.

Aquella mañana ella nos preparó un delicioso desayuno y nos sirvió con el amor que se sirve a los que se ama, nosotros desayunamos contemplando la majestuosa montaña desde la ventana. Luego juntamos las maletas y seguimos el viaje, con algo de pena a cuestas, nos hubiéramos quedado una semana allí.

Ella nos despidió en la puerta, saludando con la mano en alto. Le esperaba la faena de los cuartos y los trastos del desayuno.

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