La escena tiene lugar en un supermercado, aunque podría haber sido en cualquier otro lugar. Son las seis de la tarde cuando llego al supermercado. Con el aguacero que cae, me digo, dejo el coche en el aparcamiento para no tener que ir con el paraguas en la mano mientras hago la compra. Al final cambio de opinión y dejo el coche frente al establecimiento, saco el paraguas, lo abro y me dirijo hacia la entrada de éste.
Lo primero que hago al entrar es coger una de esas cestas ajadas en las cuales siempre quedan restos de lechuga o bolsas de plástico aplastadas. No recordaba qué debía comprar, así que hago la llamada pertinente para que me diga qué es. Tonto de mí, ya me lo había escrito por WhatsApp. Me dirijo hacia el pasillo de frutas y verduras y es en éste donde veo a una chica acompañada por su hijo y la abuela del pequeño. No les echo mucha cuenta, nos cruzamos, les cedo el paso para que sigan con tranquilidad su camino con el carro repleto de productos y la chica me lo agradece con un casi inaudible «gracias». Hago un gesto con la cabeza a modo de de nada y sigo a lo mío.
Después de dar otra vuelta de reconocimiento me digo que ya basta, que estoy cansado y que quiero irme a casa. Muchas veces el cansancio en las personas se nota en los ojos, en el caminar. Pero también en la mirada que uno le pone a la vida; como la que le imprimimos al ver arder una y mil veces la ciudad de Troya, pero con diferentes nombres y por diferentes motivos a lo largo de nuestra existencia.
Camino hacia una de las cajas registradoras y me coloco en una, intentando que sea la que menos tiempo de espera tiene. Delante de mí hay una chica con un abrigo largo de color beis, unas deportivas blancas y una pequeña de dos años subida en su cochecito, en silencio, tranquila, mientras una joven cajera va pasando las cosas por la máquina registradora. Bip, bip, bip. Es en ese instante cuando miro hacia mi derecha y me vuelvo a encontrar con la chica a quien le había cedido el paso con anterioridad en la zona de frutas y verduras, depositando los productos en la cinta, preparada para pagar la dolorosa.Está con su hijo, subido éste a la silla del carro de la compra, también en silencio. Tengo la costumbre de fijarme en lo que me rodea, y a veces me lo han echado en cara. Tal vez lo haga para entender un poco mejor este alocado mundo; o tal vez para escuchar historias ajenas, como hacía Bruno Ganz interpretando al ángel Damiel en la película El cielo sobre Berlín. Como decía, me fijo bastante en todo aquello que me rodea.Así, comienzo a radiografiar a la chica: rubia y de pelo rizado, frisa los treinta años, aproximadamente de metro setenta; viste una chaqueta negra de dos tonos –uno más brillante que el otro–, un bolso negro a juego, unos pantalones vaqueros oscuros y botas negras de caña alta con la punta de charol; su hijo viste un chándal azul oscuro, y unas deportivas azules y blancas de velcro, las típicas para un niño o niña de esa edad. En ese momento llega una trabajadora de la sección de perfumería, que se distingue de las demás por el uniforme que lleva –blusa blanca y pantalón azul–, de pelo negro recogido con una coleta para hablar con la chica. Se saludan y se dan dos besos, lo cual me hace pensar que se conocen. Hablan y escucho el nombre del niño que está sobre el carro: se llama Yago. Charlan de sus cosas, qué tal tu novio, qué tal tu marido…. La abuela del niño, adelantada para ir metiendo lo comprado en las bolsas, habla con una señora de la boda de su hija en julio del año pasado. Un día caluroso, comentaba. Pero muy feliz. Una boda sencilla pero hermosa. Lo dice orgullosa. No cabe esperar menos de una madre, pienso cuando la escucho. De golpe, algo sucede que llama mi atención y desvío otra vez mi mirada hacia la chica rubia y la trabajadora de la sección de perfumería: hablan de trabajo. Pienso que a día de hoy es casi misión imposible conseguir uno en España. Sin embargo, escucho a la chica rubia decir que ha encontrado trabajo en la sección de Tommy Hilfigher de unos conocidísimos grandes almacenes de la capital. Me fijo en su expresión cuando lo dice y suelta una amplia sonrisa, aunque parece ruborizarse por la sección en la que trabajará por si le dicen pija o cualquier otra sandez; o posiblemente está tan contenta de decírselo que no puede evitar reaccionar de esa manera. Quién sabe si hace tiempo que no lo tiene y se ha olvidado de dar buenas noticias al respecto.
Es mi turno en la caja registradora: 10 euros con 60 céntimos. Todavía sigo pensando en esa sonrisa por haber encontrado un trabajo. No sé si será para varios días, semanas o meses. Supongo que para ella será un paso más que dar en esta larga cuesta de enero que dura ya varios años, un dinero ganado con el que podrá pagar la factura de la luz o comprarle ropa a su hijo. Acaso se pueda permitir una cena romántica con su marido.
Saco el dinero de la cartera y pago el importe y vuelvo sobre mis pasos cansados hacia el coche, con el paraguas protegiéndome de la ahora suave lluvia que cae sobre el empedrado. Quién sabe si protegiéndome también de ese fantasma que se cierne sobre nosotros cada día, ese espectro llamado Desempleo. Aun así, aun teniendo la certeza de que estamos todos invitados a quedarnos sin trabajo, me voy contento al saber que la chica de Tommy Hilfiger le ha ganado una batalla.Pero no la guerra.
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