Cecilia tomó con suavidad la cabecita del bebé y la colocó sobre su pezón dolorido con toda la dulzura que pudo permitirse.

El contacto de aquella criatura con su cuerpo le producía un torbellino de sensaciones contradictorias, casi desquiciantes. En el instante en que la potente succión extraía la cálida leche de su seno, el dolor causado le cristalizaba los lagrimales y una sed imperiosa se apoderaba de su boca. Al mismo tiempo, el sentirse dadora de vida y fuente imprescindible de aquel ser tan vulnerable, la empoderaba cual diosa benévola y generosa. Hubiera sido mucho más fácil esta ardua labor si se tratara de alimentar sólo a sus bebés. Entonces el desgarro de sus pechos agrietados y el cansancio por la ausencia de sueño, constituirían una simple anécdota en su calendario.

Pero, no. Debía amamantar a otros. Era su oficio. Y debía estar agradecida de haber sido bendecida con tan preciado regalo. Era manantial de esperanza para madres yermas, vacías, que o bien no habían sido otorgadas con el milagroso maná en sus senos, o estaban tan huecas por dentro que en sus mentes y quehaceres diarios no existía cabida para tan ingrato sacrificio.

A Cecilia no le importaba las razones por las que era llamada a amamantar, este divino presente le permitía sobrevivir en su mundo imperfecto y austero, con este esfuerzo inmensurable proporcionaba pan para sus hijos y techo para toda su familia.

Rezaba por no secarse nunca. No podría permitírselo, hasta el momento, tras cinco partos y cuatro abortos, su cuerpo había sido extremadamente generoso. Sólo lamentaba no poder pasar más tiempo con los suyos, verlos privados no solo de su abrazo sino también de su aparentemente inagotable esencia.

Miró a esa cosita pequeña que arropaba en su ya enorme regazo. Su busto como cálidas montañas de algodón acunaban el cuerpecito sin apenas esfuerzo. Cerró los párpados, una vez te acomodas al dolor del primer chupetón, éste se diluye. Todo estaba en silencio, exceptuando aquel suave ronroneo de gratitud que emitía el bebé por el cálido manjar. Era difícil de entender incluso para ella. Resultaba extraño como después de tantos años, de tantas horas regaladas en la misma posición y con las mismas vivencias, tenía la sensación de que cada vez la experiencia era única. Quizás porque cada ser era único. Quizás porque cada uno le agradecía a su manera el alimento proporcionado, porque las conexiones físicas y emocionales nacían y se desvanecían en sí mismas en cada sorbo. No pudo menos que cantar en un susurro. Siempre lo hacía. Apenas era consciente de ello, simplemente las notas fluían de su garganta al compás de las pequeñas respiraciones, como un baile.

Quedó sumida en un trance, como tantas otras veces, hasta que los pequeños labios aflojaron su pecho y la cabecita reposó dormida y satisfecha.

Se levantó casi levitando para no perturbar el sueño del ángel y lo depositó en aquella cuna de bordados imposibles y sábanas de seda. Qué distinta del capazo canastero, ya roído y desvencijado, donde sus pequeños durmieron sus días y sus noches, donde tendrían que reposar los venideros. Pero qué iguales sus sonidos, como gatitos destetados, qué semejantes sus sonrisas satisfechas tras las tomas, qué ternura en sus deditos aferrados al calor de sus ajadas manos. En eso todos eran lo mismo, y por ello podía cada día regalar un poquito más de sí misma. Era su oficio, su misión, el sentido de su existencia. En cada sorbo legaría parte de su vida, poco a poco, hasta que se quedara sin ella.

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