9:00 a. m.
Llega la primera cita del día. Estoy hecha un desastre, salí de casa a prisas comiendo una manzana en el camino, me agarré el cabello con una liga a punto de reventar y me quité la suciedad de mis ojos llegando al consultorio. Mis ojeras sobresaltan en mi rostro y disimulo mi falta de baño con desodorante en spray, he olvidado mi perfume.
—Buenos días Jocelyn, pasa.
—Buenos días Doctora Yuen.
—¿Quieres un vaso de agua?
—Estoy bien gracias, me he tomado una botella en lo que venía hacia el consultorio.
—Muy bien, me gusta tener a mis pacientes bien hidratadas antes de comenzar.
—Claro, no se sabe cuántos litros de lágrimas habremos de derramar. —sonríe gentilmente.
Son las 9:50 y Jocelyn se ha pasado la mayor parte de la terapia hablando de como su novio le es infiel una y otra vez. Jocelyn lleva 5 meses en terapia y venia con la idea de que podía ayudarla a cambiarlo. Jocelyn es una mujer hermosa, de buen porte, con un buen trabajo y sin embargo su dependencia emocional la destruye. A estas alturas ya sabe que su amado Manuel probablemente no cambie, pero quiere que deje de dolerle tanto cada que le es infiel. La sesión concluye faltando 5 para las 10.
Cuando se va, doy un fuerte respiro, me tiro sobre el sillón y pienso todo lo destructivo que hay en Jocelyn, tiene todo para salir adelante, pero esta cómoda en su papel de víctima, quisiera, pero no puedo gritarle «¡Ya déjate de tonterías y toma el control de tu vida!». Sonrió después de cada sesión, brindándole ese apoyo emocional que viene a buscar cada miércoles a las 9 de la mañana.
10:20 a. m.
Me he quedado dormida sobre el sillón cuando escucho mi alarma sonar, en 10 minutos tengo a mi siguiente paciente; Pedro. Me levantó a prisas, voy al baño, me echo agua en la cara y me doy unas cachetadas. Pero que cansada estoy. Con los 5 minutos que me quedan me pongo un poco de maquillaje en las enormes ojeras que me están molestando.
Llega Pedro, un adolescente de 16 años.
—Hola Pedro, un gusto verte, toma asiento.
—Hola.
—Yo sé que no quieres estar aquí, pero recuerda que no soy yo quien te obliga a tomar estas sesiones y que no estoy de lado ni de tus padres ni tuyos, y si decides que trabajemos juntos puedo intentar que tus padres vean tu punto de vista. Intento ayudarte no perjudicarte.
Pedro me mira pensativo unos 5 minutos.
—No entiendo la importancia de que uno estudie, mis padres tienen dinero, si ellos viven me podrán ayudar y si mueren ese dinero será mío. Lo tengo ganado. No me gusta la escuela doctora, ¿Qué me dice a eso? ¿Va a hacerles entender a mis padres ese punto de vista?
—Bueno, primero quiero intentar entenderte yo, si no, no puedo ayudar a que ellos te comprendan y para eso, lo primero es conocerte, sin máscaras y sin la actitud de «chico rudo» y rebelde que llevas cargando contigo todo el tiempo.
Pedro hizo un gesto de incomodidad y cruzo los brazos. No volvió a hablar, excepto para decir adiós al concluir la sesión. Pero que chico tan más molesto, tiene todo para poder salir adelante sin batallar por lo económico y decide hacerse el rebelde solo para darle la contra a sus padres, principalmente a su padre, al cual le tiene un profundo coraje porque hace 10 años dejó a su madre por otra mujer y luego regresó a casa arrepentido.
¡Pero qué va!, no le importa arruinar su futuro solo para hacer rabiar a su padre, y no le importa hacer enfermar a su madre con tal de darle una «lección» a su padre. Quisiera darle unas buenas bofetadas y llevarlo a una zona pobre donde los niños tienen que cruzar grandes adversidades para poder estudiar, niños que han sido maltratados, abusados y aún así no pierden el deseo de superarse.
Me tiro de nuevo en el sillón y reviso mi celular, no puedo quedarme dormida otra vez, así que me levanto a caminar por el consultorio de un lado a otro.
12 p. m.
Llega mi último paciente, José, tiene 26 años, es gay y no sabe cómo decirles a sus padres.
—Hola, buenas tardes José, te ves muy guapo hoy.
—Hola Doctora, usted también, como siempre, radiante.
José es un joven simpático, muy talentoso, es artista; pintor y es muy amiguero. Sus padres sospechan que es homosexual, sin embargo, su timidez lo lleva a no decir nada de manera directa.
—Casi les decía, doctora, casi.
—Cuéntame, comó estuvo ese casi.
—Bueno pues, les dije que tenía que hablar con ellos y luego me arrepentí y les dije sobre algo del trabajo, no sé porque me detuve.
—Quizás no era el momento.
José desperdicia toda su hora hablando de cómo decirles a sus padres, la misma conversación de hace 4 meses. «Llegará el momento», siempre le digo, pero me dan ganas de decirle que hace conflicto donde no lo hay y se hace el agredido donde no hay agresor, sus padres son las personas más comprensivas que hay. «Déjate de chorradas y habla idiota». Son las palabras que me he guardado.
El día en el consultorio acaba, recuerdo las típicas frases que me dicen cada uno de mis pacientes. «Usted no entendería por lo que paso», «Mi novio con quien tengo un mes me dejó por la más popular, me quiero morir», doy un largo suspiro, llego al hospital y veo a mi madre conectada al respirador, me acerco a ella, la beso y con lágrimas en los ojos le digo al doctor:
—Es hora, desconéctela.
Hay veces en que la amabilidad es parte de lo que debes hacer, y que todo aquel pesar personal que cargamos lo tenemos que dejar de lado por brindar una sonrisa a quien debemos ayudar. Es parte del trabajo.
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