No vendrá a trabajar

No vendrá a trabajar

El profesor González nunca llegaba tarde a su clase, pero esa mañana ya llevaba una media hora de retraso. La clase de gramática me apasionaba y su potente voz y personalidad hacían que los estudiantes mantuviéramos la atención durante todo el periodo. Buen mozo, claro que sí, el mejor de la universidad para nosotras las nuevas aspirantes. Algunos compañeros hablaron del último partido de la Universidad de Chile, otros se entretuvieron en repasar textos, las mujeres conversaron de mil cosas como siempre; dos enamorados se sentaron en un rincón para saborear un café y yo, yo me acerqué al ventanal para ver cómo caía esa suave llovizna otoñal sobre los cristales y los árboles, allá abajo, en el jardín de la facultad. Nunca supe por qué la lluvia me entristecía hasta las lágrimas. Y esa, parecía ser una mañana más triste de lo normal. Ahí me quedé como hipnotizada con la mirada perdida en el verde anaranjado del patio de la resistencia ante mis ojos. Durante el recorrido de regreso a casa, solía perderme entre los colores que irradiaban las gotas de lluvia al ser traspasadas por las luces de las calles que iba recorriendo la vieja micro “El Retiro”. Subía a ella al atardecer y llegaba ya noche a mi pueblito, luego de haber cruzado por dos de las más lindas ciudades de mi país. Bajaba en el paradero 12 de El Retiro con la mente llena de los colores robados a esa suerte de caleidoscopio improvisado en el que me perdía haciendo menos larga la travesía de regreso. A veces no era la lluvia, a veces eran mis lágrimas los cristales que distorsionaban las luces y los colores, especialmente cuando me llegaban esas canciones que, desde la radio ruidosa del chofer, remecían el corazón y los recuerdos de aquellos que nunca más estarían.

—Jóvenes, Buenos días —Escuché la voz del Jefe de Carrera. No me inmuté.

—Tomen asiento por favor. —El ruido de las sillas y los pasos desplazándose me hicieron reaccionar y, volteando, caminé hasta mi lugar acostumbrado en el aula, tomé asiento y esperé.

—Jóvenes… —Lo vi dubitativo, algo conmocionado, le estaba costando hablar. Presentí que nada bueno tenía que decirnos.

—El Profesor González…—Contuvo la emoción, miró los ventanales. Definitivamente no podía seguir hablando. Todos supimos en ese instante que algo malo había pasado. Ahora el silencio en el aula de gramática era absoluto.

—El profesor González no vendrá a trabajar. —Hizo una pausa y pude ver cómo sus ojos se humedecían.

—Acabamos de enterarnos que el estimado colega decidió terminar con su vida esta mañana lanzándose desde el noveno piso del edificio en que vivía. La universidad suspende por hoy sus actividades en la Facultad de Humanidades. Pueden retirarse. —Se fue cabizbajo, cargado de dolor por su joven colega y amigo seguramente.

Algunas compañeras lloraron abiertamente, los hombres en silencio secaron lágrimas. Ese silencio colectivo fue un repaso por todas sus clases, por su sonrisa y gesto afable, por la cercanía con que nos recibió el primer día de nuestro primer año; fue también un gran signo de interrogación en busca de un porqué, de una explicación que nos permitiera comprender una circunstancia que no terminábamos de asumir. Yo, me volví a los ventanales y me perdí más allá de los cristales buscando en su estacionamiento, en su camino acostumbrado, en el ágora de la rebeldía una respuesta a la pregunta de todos. La lluvia se había vuelto furiosa y amenazante de pronto. Muchas historias se contaron por los pasillos… que se enamoró de una alumna, que no podía decidir entre su familia y su amante, que lo pusieron entre la espada y la pared, que era un extremista, en fin… Lo único cierto después de todo, es que el Profesor González ya no estaba, una excelente alumna del último año de la carrera se retiró de la universidad y dos semanas después, llegó un nuevo maestro de gramática a nuestra aula. Pensé que sería difícil acostumbrarnos, pero solo entró y dijo:

—Jóvenes… Sé que la vara quedó muy alta, intentaré estar a la altura. —Y continuó.

—Me parece haber observado, en efecto, que en los pueblos menos trabajadores, es decir más pobres —no más pobres por menos trabajadores sino por más pobres—, hay más gente que trabaje aunque en conjunto trabajen menos. Esas palabras son de Ortega y Gasset no mías.

Paseó su mirada por la sala y la detuvo frente a mí.

—Salga usted a la pizarra y haga un análisis morfosintáctico de la expresión que acabo de decir.

Con el Profesor Morales comenzamos un nuevo camino, él no solo fue el nuevo profesor de gramática, fue, además, una luz en la inmensa oscuridad de una dictadura que amenazaba con robarnos los sueños y esperanzas; fue el impulso para salir a las calles y luchar por nuestra libertad y futuro.

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