“El Venecia” es una cafetería caduca. Ubicada en un apeadero de tren cercano a mi vieja ciudad, cuenta con infinidad de leyendas e historias.

Amueblado con mesas de mármol parece que en cualquier momento va a salir de algún escondite una caja con fichas de dominó que bailarán sobre las consolas. Pero no, en lugar de rectángulos un agradable camarero me sirve un café sobre las 6 de la tarde, antes de que llegue el cercanías.

El tren pasa cada quince minutos. Cuando salgo de la fábrica en donde trabajo (cansada sobre todo por la inhospitalidad de la rutina), sólo me apetece esa coyuntura, ese interlineado para pensar, para pararme a evocar mis ilusiones de juventud y contrastarlas con la realidad del presente.

Empecé a estudiar Arquitectura, pero me aburría. Mi alocada cabeza estaba llena de vapores. Fue entonces cuando me ofrecieron un trabajo de dependienta en una zapatería. Lo imaginé como una extraña fortuna que me regalaba el destino. Estaba bien remunerado y la facilidad de tener un dinero a final de mes me ilusionó. Colgué los libros en el estante más alto de mi librería. Estaba decidida a vivir intensamente aquella nueva vida.

Más tarde conocí a Esteban, mi esposo, y después de casarme y tener dos hijos, la única ocupación factible para mi situación que encontré, es la que tengo en este momento: desde hace varios años empaco zapatillas con papeles de seda antes de guardarlas mecánicamente en sus cajas, acomodadas como estatuas para un largo viaje.

Cada tarde es la misma historia, y siempre aguardo con impaciencia ese instante en el que escucho la puerta cerrarse tras de mí y sé que cambiaré el olor de los plásticos por una mezcla de aromas entre tabaco y café.

Cada atardecer le veo ahí, algo lejano, en otra mesa, deshojando un periódico. Esperando también su taza de café, negro con espumita, como el mío, coincidimos en gustos. A veces su mirada parece distraerse por encima del diario. Mi corazón no tiene dudas: busca mis ojos y yo busco los suyos. El encuentro fugaz en que se miran es un momento hermoso. Él sostiene una mirada que no tiene ni una sola falta de ortografía, nítida, en donde se pueden leer cantidad de pensamientos.

Hoy, como cada día he llegado al Venecia corriendo; me he demorado un poco en la salida de la fábrica. Me dirijo a mi mesa como de costumbre,y mi sorpresa ha sido enorme cuando le he visto sentado en la silla que generalmente ocupo.

El corazón me ha dado un vuelco.

Me he limitado a sentarme en la silla de enfrente y a pedir mi rutinario café. Él me saluda con una amplia sonrisa y yo siento que mi cuerpo empieza a temblar. No me siento capaz de articular palabra, sólo de devolverle la sonrisa.

La felicidad se refleja en nuestros rostros, no podemos disimular.

Calculo que tiene mi edad más o menos y las manos que siempre me gustaron de un hombre: rudas y grandes, las que demuestran que siempre han trabajado y que lo siguen haciendo.

Han sido pocas las palabras. Es como si ya nos hubiésemos contado muchas cosas. Hemos decidido tomar el tren juntos, pero esta vez en el mismo vagón. Él bajará una estación antes que yo, como siempre.

Nos limitamos a mirarnos a comentar cómo hemos pasado el día y a observar de reojo los relojes, porque el tiempo vuela.

Seguramente nuestro peor enemigo es el miedo y, a veces, la imaginación es su mejor aliado. Al despedirnos la realidad se sentó junto a mí: observé que una mujer con tres niños le esperaba en la estación, la tomó por el hombro y los críos se engancharon a su cintura. Creí morir.

No volveré a tomar el cercanías, regresaré a casa en bus, no soportaría de nuevo esa escena.

La vida sigue como continúan las cosas que no tienen mucho sentido.

No he vuelto al Venecia y lo extraño, pero no quiero revivir, recordar duele.

Mi localidad se ha convertido, en un tiempo a esta parte, en un sitio inhóspito ya no paseamos por los jardines, los problemas cada día se multiplican.

A veces, cuando abro las ventanas de mi casa, recuerdo a aquel desconocido que durante un tiempo intercambió conmigo vivencias.

Ahora me siento sola, ordeno y desordeno el olvido, continúo con mis costumbres como puedo. Alguna vez, remuevo la caja de los recuerdos pero la cierro rápidamente. Jugué al amor como una ciega y me hice daño.

Dentro de mi anodina vida, tomo desayuno cuando los niños ya han salido para el cole, voy al quiosco de la esquina y con el diario al lado de mi café leo lo sucedido el día anterior. Los trenes siguen recorriendo las vías con él.

Hoy me quedé perpleja, han asesinado a una joven cerca de aquí. Afortunadamente ya habían detenido al “susodicho”. Temí mirar la cara del psicópata pensando en la repulsa que sentaría al verlo, o quizás el instinto me avisaba de que verlo iba a suponer un shock para mí. Pero lo hice. Era él, no podía creerlo. Explicaba la periodista en el artículo, a pié de foto: “Su estrategia consistía en entablar conversación con mujeres en una cafetería”. Por lo visto no era la primera vez. Su buena apariencia y su simpatía le facilitaban las cosas. Cerré el periódico deprisa, no deseaba que aquella noticia existiera.

Recogí el desayuno. Mientras bajaba las escaleras me limpiaba la cara mojada, me sentía pequeña, engañada y estúpida.

Pensé en ir a la comisaría más cercana y declarar que lo conocía. No lo hice.

Todo el día,mientras envolvía zapatillas y más zapatillas en papel de seda como estatuas para un largo viaje, no dejaba de recordar aquellos momentos de café y confidencias, de miradas intensas y de ilusiones que mató de un tajo la realidad.

Pienso que si hubiera estudiado Arquitectura quizás hoy no estaría envuelta en este torbellino.

Moscovita

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