Para Eduardo Oscar Sosa

Para Eduardo Oscar Sosa

Hoy se ha muerto un obrero y está solo.

Él, que tanto luchó de madrugada,

o con sol en la frente en la mañana.

O en las tardes calcinantes del verano,

o en los rudos inviernos de la sierra,

para ganar con dignidad el pan y la confianza.

El, que tanto trabajó igual que otros como él,

que amaron el trabajo, porque era su razón de vida.

Al costado, sus anchas manos están quietas.

Esas manos que fueron industriosas, hábiles y generosas.

Esas manos que supieron, impulsadas por amor,

repartir equitativamente el pan para sus hijos que hoy lo lloran.

El no es un obrero común. El es el paradigma del obrero.

Es un trabajador que ha trabajado silencioso,

sin quejarse. Que ha sido fiel a su patrón y a su trabajo.

Que se ha hecho querer y respetar tan solo trabajando.

Que no ha sido conflictivo para nada ni por nada.

Y que la única ventaja que obtuvo de su lucha,

fue cobrar la quincena laboral con alegría.

Y del mismo modo repartirla, para comenzar la tarea

con la misma actitud, al otro día.

Es por estas razones que he querido,

en mi humilde condición de ser poeta,

proclamar mi homenaje al laborante

que me honró tantas veces al llamarme hermano.

Por eso es que hoy vengo y repito nuestro abrazo

al abrazar a cada uno de tus hijos. Y al abrazar

con intención de contener y consolarla,

a la mujer que siempre fue tu esposa y te cuidaba.

A la mujer que además yo sé que te quería.

Porque conozco a esa mujer desde la infancia.

Y cómo no. Si esa mujer siempre fue mi hermana.

Este abrazo no es la despedida. Porque recuerda,

aún nos debemos un asado. Ese que fuimos dejando

por cuestión de prioridades, por “dejar para mañana”.

Bueno, entonces, mañana, o pasado, cuando Dios decida,

te voy a reencontrar, como otras tantas veces, sin buscarte.

Y estaremos compartiendo lo que haya a la vuelta de la vida.

Ricardo Arregui Gnatiuk

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