Historias de la puta mili

Historias de la puta mili

Bueno, pues parecía que este día no iba a llegar y, efectivamente, no ha llegado todavía, pero es divertido imaginar cómo sería eso de jubilarse y que alguien haga una reseña de tu vida (laboral) y que no entre muy a fondo en la otra vida (la personal, ojo, no la espiritual, mejor no metamos a los espíritus aquí), porque tampoco es plan de que todo aquel que la escuche te mire con una mezcla de pena y asco al ver la clase de vida que te ha tocado vivir.

Supongo que antes de la reseña, con sus sonrisas y ocasionales lágrimas, alguien haría al aspirante a crítico de obras (públicas, que no artísticas), alguna que otra pregunta sobre esos episodios que han quedado en su mente.

Cuando me da por pensar sobre esto, imagino que la pregunta me la hacen a mí y supongo que no me resultara en absoluto complicado escoger un detalle que, después de tantos años, me viene al coco con bastante cariño. Supongo también que, para entenderlo, habría que situarse en la época en que sucedió. Dicho esto, definitivamente me considero bastante alejada de la juventud.

Resumiendo: Ayuntamiento pequeño, años 80, lo políticamente correcto era un gran desconocido y la protección de datos era algo parecido a la ciencia ficción. Existía la “mili”, también llamada servicio militar o llamada a filas y aunque no era mi competencia la toma de datos de talla, peso y demás características de los mozos, no miento si digo que aquella actividad me atraía bastante, más que nada porque a una se le alegraba la vista al ver a la juventud del pueblo desfilar ante el mostrador, con cara de miedo y el “papel que me han mandao” en la mano. Era un agradable cambio después de las colas de madres con niños gritones que iban a buscar el “apatronamiento” para el colegio de los críos o los jubilados, casi siempre protestando, que iban a buscar igual papelito para sus cosas de jubilados.

La encargada de tan gratificante tarea, la de medir y pesar a los mozos cuando tuvo lugar el episodio en cuestión, debía tener más o menos la misma edad que ellos; era bajita y menuda, lo que la hacía parecer más joven aún, y no dejaba de resultar chocante el verla, con papeles en la mano y un metro al cuello, como las modistas, dirigirse al despacho habilitado para la cosa del peso y la talla (llamarlo despacho era hacerle un favor: en realidad, no era más que un cuartucho bastante pequeño donde se colocaba la documentación hasta su paso al archivo y donde se había colocado la báscula), toda ella seria, procurando aguantar los nervios cuando nos oía decirle por lo “bajini” que tuviera cuidado con los yogurines (en clara alusión a los chavales que buscaban ser pesados y medidos), que las indigestiones eran muy malas y otras cosas parecidas. El caso es que esa era una de sus tareas que tenía encomendadas en aquel Ayuntamiento pequeñito por entonces, hoy ya no tan pequeño. Ella era el Negociado de Quintas.

Un día, ya bastante avanzada la mañana, llegó una gitana con el hijo (el mozo) y el “papel que le han mandao”. El niño, bastante apático; la madre, escandalizada de que se lo fueran a llevar lejos, mientras respondía las preguntas del impreso de alistamiento. La escena fue más o menos así:

-Señorita, ¿mi niño no se puede librar? –la gitana.

-Bueno, a ver, hay varias causas por las que su hijo se libraría de hacer el servicio militar –la compañera.

-Diga, diga… -la gitana.

-A ver. ¿Su hijo está estudiando?

-No, señorita, no; mi niño no está estudiando. En el colegio la maestra le cogió manía y lo dejó.

-Vale. ¿Tiene cargas familiares?

-¿Eso qué quiere decir, señorita?

-Eso es si está casado, si tiene hijos… en fin, ya sabe…

-No, no, mi niño casao no está; tiene muchas niñas detrás, pero casao, no.

-¿Está enfermo?

-¿Qué quiere usté decir, señorita? –la gitana un poco molesta.

-Eso es si su hijo tiene alguna enfermedad o algún defecto físico que le impida hacer la mili, señora.

-Ah! –la gitana aliviada-. No, no, mi niño enfermo no está. Y defecto, mírelo usted, mírelo, defectos no tiene.

-Entonces, mucho me temo que no puedo hacer nada…

-¿Y no hay otra cosa? ¿No hay nada más que podamos hacer?

-Bueno, señora, la última causa de exclusión es ser hijo de viuda…

-¡Eso, eso! –la gitana aliviada.

-Bueno, señora, me tiene usted que traer un certificado de defunción de su marido y…

-No, señorita –la gitana la interrumpió-; verá usté, le cuento, yo viuda no soy, pero mi marío está malo, bastante malo; vamos, que ahora cuando lleguemos a casa, lo mismo ya está muerto, así que si quiere ir ya poniendo eso y así ahorramos tiempo…

El resto del personal, que andábamos con la cabeza gacha y la oreja puesta, contuvimos la risa hasta que la aspirante a viuda y el niño apático, soltero, mal mirado por la maestra y sin enfermedad ni defecto alguno, salieron de la Secretaría.

Creo que hasta el Cristo del crucifijo que teníamos allí se echó unas risas aquel día.

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