Osvaldo se levantó como todas las mañanas para dirigirse a su empleo. Por fin sentía que le sonreía la vida, después de tantos golpes como del odio de dios. Tomo su ropa blanca y se dirigió a la institución. Algunos lo saludaban desde lejos, dando cuenta de que las personas viejas duermen mucho menos que sus pares más jóvenes. Se puso los guantes de látex para la primera faena de la mañana. El resto siempre era más fácil. Lo que más le gustaba era darle de comer a aquellos residentes que ya no podían valerse por sí mismos. Ya no le molestaba la idea de cambiar pañales de adulto y limpiar como hace ya varios años que comenzó en este negocio, mucho menos desde que iba al trabajo con esperanza alegre.

Quizás lo más difícil para él era ver cómo todas aquellas personas que se convertían en compañeros de vida iban partiendo poco a poco. La primera vez que le ocurrió encontrar a un hombre sin pulso, cuando se tenían que despertar en la mañana, lloró hasta dormirse al llegar a su casa. El viejo Arturo le había mostrado la película de nuevo. Osvaldo era apenas un adolescente cuando la vio por primeravez, Arturo la había visto en el estreno y recordaba el revuelo que causó entre varias personas en aquellos años.

Se trataba de una película en la que amigos, presuntamente de la alta sociedad, hacían una fiesta pero no podían salir de la misma. Osvaldo había pensado mucho sobre esa película. Alguna vez recogió la idea de que al creador se le ocurrió a partir de un cuadro en el que están unas personas en una pequeña barca, en medio del océano. También, Osvaldo, hizo una genealogía sobre el tópico desde las antiguas comunidades aisladas del mundo hasta series de streaming contemporáneas en las cuales se maneja la idea del encierro inexplicable y cómo esto se convierte en el mundo de los prisioneros.

Osvaldo procura ocultar su sonrisa siempre que se acerca a aquel cuarto. Algunos residentes tienen cuartos propios, mientras que otros comparten habitación. Por supuesto que Silvia había llegado a ocupar una habitación para ella cuando sus hijos la ingresaron. Sin embargo, con la crisis del medio en el que estos se desarrollaban y la desidia de los nietos, Silvia tendría que pasar a un pequeño dormitorio con otros compañeros. Rápidamente Osvaldo puso manos a la obra y un donador anónimo comenzó a encargarse de los gastos de la mujer cada mes.

Osvaldo toma a Silvia por las mejillas y se sorprende de la fragilidad de su piel por enésima vez. Muy despacio, con los pulgares comienza a acariciar las cejas de la anciana para despertarla. Por supuesto que ella no lo reconoce y se espanta por un momento. Pero el aura del hombre le devuelve la confianza. Él la alimenta y le habla de los tiempos en que era catedrático en la universidad, todos los viajes que hizo por el país y algunos por otros países, las personas a las que amó y que se separaron de su vida. Ella lo escucha y apenas se oyen las preguntas que articula de vez en cuando. Osvaldo la ayuda a vestirse y ella al principio no quiere, pero después se asombra ante la falta de pudor ante aquel hombre maduro. Ambos caminan al ritmo de aquellas personas que ven fluir mejor la vida y dan un paseo por las instalaciones. Después del paseo ella toma una siesta hasta poco más del medio día y se alimenta en el comedor con todos los residentes.

Después de la hora de comer, el resto de la jornada transcurre mucho más rápido para Osvaldo. Cuando menos se da cuenta está frente a las instalaciones mirando fijamente la segunda ventana del primer piso, unos segundos después se aleja muy despacio. En el trayecto a su pequeño departamento recibe un par de llamadas y decide ignorarlas. Hace mucho tiempo que no habla con su esposa e hijos, quizás ellos ya no lo recuerden y también comprendería que estén lo suficientemente dolidos para no hablarle de nuevo. Sin embargo, ella todavía lo llama cada cierto tiempo, pero Osvaldo la sigue ignorando. Entre el segundo y el tercer año sus amigos desistieron de su compañía. De vez en cuando recibía algún mail para un evento académico, pero estaba seguro que ello sólo obedecía a que su dirección figuraba en listas enormes que los académicos utilizan para hacer divulgación de sus coloquios y mesas de debate.

A pesar de todo aún le queda un atisbo de sonrisa a cruzar el umbral de su departamento. Observa las croquetas y agua abandonados, y algo dentro de él le dice que el gato ya no va a regresar. “A lo mejor lo atraparon para hacer algún ritual. A los gatos negros siempre se los llevan”. A pesar de su intolerancia a la lactosa, decide cenar la leche que aún guardaba en el refrigerador para su mascota ausente. En un gran tazón agrega el cereal y la leche, y se dispone a ver la película como cada noche desde que descubrió que Silvia había ingresado a aquel asilo.

Entonces el tiempo regresa y Osvaldo es un chico de 17 años jugando al cinéfilo de nuevo. Lo abrazan la obscuridad y el calor de aquel cineclub varias décadas atrás mientras él presencia embelesado cómo se van descomponiendo los aliños de la amada Silvia. Su rostro altivo, los hombros al viento, el vestido que brilla frente a los candelabros y sus ojos hermosos que miran siempre muy lejos y muy fuerte. Osvaldo pronto aparta sus manos del cereal y se dirigen al cierre de su pantalón. Como tantas otras noches, se dormirá con la dulce esperanza de ver al amor de su vida al siguiente día.

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