Odio este trabajo.

Odio el rojo y su olor metálico. De niño quería un gato rojo. Me conformé con uno blanco, aunque no por mucho tiempo. Debajo de la rueda de aquel Simca 1200, su tonalidad tendía a la que había deseado. Su aspecto no era mucho más horrible que el de esta pobre chica. No debe tener más de veinticinco. Me es difícil precisarlo con tanto rojo. Invade el suelo y salpica la nevera y la lavadora. También se apodera de mis pensamientos. No debería haber hecho caso al psiquiatra, tal vez sea demasiado pronto.

―¿Beto? ¿Qué haces por aquí? ―me dice el inspector Tabladas―. ¿Te ha dado el alta el loquero?

―La semana pasada, pero me he reincorporado esta misma mañana.

―De vuelta a la rutina.

¡Maldita rutina! Su cifra no deja de aumentar en los telediarios, algún día dejará de ser noticia.

―Esta es mortal ―el forense llama mi atención señalando una puñalada en el pecho.

―Como muchas de las otras tropecientas ―digo hastiado de la rutina roja.

―Veintitrés.

Soy un crack transmitiendo mis emociones. Me mira un noventa por ciento condescendiente y un diez por ciento divertido. Añade:

―Puñaladas.

―Lo dicho. Tropecientas. ¿Cuánto lleva muerta?

―No más de una hora.

―Esa respuesta te la podía haber dado yo ―dice Tabladas―. Los vecinos llamaron para avisar de la gresca que se había montado.

Llegan los gritos de otra gresca. Me asomo al pasillo y veo que una mujer discute con el policía apostado en la puerta. El rostro de la recién llegada está desencajado y el llanto se mezcla con la indignación.

―Sabía que pasaría. Ese hijo de puta tenía que salirse con la suya. ¡Quiero ver a mi hija!

―Señora, tranquilícese, ahora no puede. Estamos trabajando ―responde el policía.

―¿Y mi nieta? ¿Dónde está la niña?

Un velo rojo cubre mis ojos. Miro al techo, la bombilla es ordinaria, tanto como el casquillo y los cables de obra. Me acerco.

―¿De qué niña habla? ―digo.

―De la hija de Susana. Seguro que se la ha llevado ese malnacido.

Miro al policía.

―Hemos registrado la vivienda. Le aseguro que aquí no hay nadie más.

Al menos no la ha matado. Por lo pronto.

―¿Quién es el malnacido? ―pregunto.

―El desgraciado de su ex. El padre de la niña. ¡Si no fuera por ese gato!

¿He dicho ya que soy un crack transmitiendo mis emociones?

―No querría ir a su casa si no tuviese ese maldito animal ―añade la mujer.

―¿De qué color es el gato? ―digo.

La mujer me mira asombrada y aun así responde:

―Blanco, aunque no se va a creer de qué color lo quería.

―Rojo.

Me mira como si acabase de ver un truco de Juan Tamariz. Estoy a punto de añadir un tachán, pero me conformo con explicarme:

―Todo niño quiere un gato rojo.

Ahora es el policía el que me mira perplejo. A punto estoy de preguntarle si él no lo deseó. Guardo la pregunta para mejor momento y hago otra.

―¿Dónde vive el ex?

La mujer se explica lo mejor que puede dadas las circunstancias.

Cinco minutos después estoy frente al domicilio del presunto. Hay un coche de municipales en la puerta. Uno de ellos habla con alguien del interior.

―No se preocupe, a este le conocemos y se entrega en cinco minutos ―me dice el otro municipal.

Estoy en la sala de interrogatorios frente a ese canalla. Muestra una sonrisa desafiante, se siente orgulloso de su proeza. Cojo la cucharilla del café y saltando sobre la mesa se la meto en el ojo derecho: es como extraer una guinda del fondo de una copa de postre. Experimento tan profunda satisfacción que a punto estoy de echármelo a la boca, solo lo impide la sensación de que sigue mirándome. Es extraño que no intente defenderse y mucho más que ni siquiera grite. Mi compañero se comporta como si nada ocurriese. Sigue dando vueltas a su café, ignorando lo que ocurre delante de sus narices.

Y aquí está el ex, tuerto y con la misma sonrisa que su hazaña le ha provocado. Se la voy a borrar de una vez por todas. De rodillas sobre la mesa me abalanzo sobre su cuello y lo muerdo. Tiro como si le hubiese dado un mordisco a un trozo de pan correoso. Pero no son migas lo que sale, la sangre brota como de un surtidor. Su camisa blanca se empapa con el líquido caliente. El sabor de la sangre no es diferente al de la mía. Me siento decepcionado, pensaba que la de asesino sabría distinta.

Suena un disparo cuando aún tengo roja la lengua. Los municipales me miran sin saber qué hacer. Me he quedado paralizado. Hacía un momento tenía un ojo de ese bastardo en mi mano y ahora es él quien tiene un arma en las suyas. Por el sonido parece una escopeta de cartuchos. Uno de los municipales me confirma la sospecha: el ex es cazador. Suena otro disparo. Tengo que hacer algo. Saco mi arma y me dirijo a la puerta de la casa. Cuántas veces lo habré visto en las películas. Embisto con el hombro y lo único que consigo es magullármelo. Los municipales contienen la risa.

Accedemos a un patio trasero y desde allí a la casa. Tan solo oigo el murmullo de mis pensamientos. Han sido dos disparos, la cuenta es sencilla. Avanzo con el arma lista. No me fío. De nuevo el olor metálico, no tardará en aparecer el rojo. El presunto se ha convertido en difunto. Está sentado en un sillón. Creía que un descerebrado tendría menos sesos. Al menos se le ha borrado la sonrisa.

Guardo la pistola y me preparo para lo peor. Encuentro a la niña. Tiene abrazado un gato rojo. Me mira y deja al animal inmóvil en el suelo. Quiere compartir el rojo de sus manos con mi cuello.

Amo este trabajo.

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