Nací para reinar, pero reinar entendido como la capacidad de dominar la música, controlar a voluntad la armonía y la propagación de notas por el aire, enhebrar melodías que se precipiten en silencios marítimos, y en cambio…
Eso pensaba para mis adentros el primer día que me enfrenté a la cruda realidad, al hecho inapelable de que las cosas casi nunca suceden como planeamos. Ahí estaba yo a las nueve de la mañana de un día brumoso enfundado en un traje de Pluto, el mejor amigo de Mickey Mouse, dando la bienvenida a hordas de niños gordos y padres febriles que atravesaban como una manada de ñus el control de seguridad de Disneyland Paris.
Y es que jamás me habría podido imaginar que una audición para tocar en la banda de música del parque pudiera desembocar en un fenómeno tan humillante como ese, el del músico con aspiraciones de estrella convertido en un perro con la lengua fuera. Pero así fue, y además con un agravante: en lugar de disfrutar de la novedad y alimentar mi ego convirtiéndome en el centro de atención de miles de personas —ese sueño húmedo de cualquier artista—me resistía a la idea, concentrando toda mi atención en el insoportable olor emanado por una cabeza postiza que me hacía daño en la vértebra C1 y C2.
Durante el periodo de formación, Phillipe, un hombre-estaca de ojos azules humedecidos dentro de unas gafas demasiado grandes para su cabeza de aceituna picual, había insistido en que debíamos conocer al personaje que íbamos a interpretar, sentir como él, transformarnos en ese perro provisto de una energía desbordante, eufórico, fieramente humano y al mismo tiempo tierno e insensible a los cincuenta grados centígrados del interior de un disfraz lavado con jabón de marca blanca.
La música es el territorio en el que nada puede hacernos daño.
Con estas palabras comenzaba mi jornada dividida en tres pases matutinos y otros dos después de comer en la que firmaba una media de cincuenta autógrafos por minuto sobre mi prominente morro. La directrices eran muy claras en ese sentido: «Javier, ya sabemos que te duele el cuello, pero Pluto debe de firmar los cuadernillos oficiales de la marca situándolos delante de sus ojos. Tenlo siempre muy presente».
Así que, poco a poco, fui perfeccionando una técnica que tenía como único fin dejar mi impronta en el imaginario colectivo de unos niños que no daban crédito a semejante broma. ¿Tres horas y media de cola para esto?
Pasé dos años metido dentro de ese traje, alternando inviernos muy húmedos con veranos en los que los helados se derretían sobre las aceras y era habitual presenciar peleas entre familias ávidas de fotos para el recuerdo, coitos de Minnie con el príncipe Eric, Buzz Light Year y Jafar y múltiples combinaciones de género, número, posturas y nacionalidades. Los personajes de Disney se redimían a través del amor y entre bambalinas se fornicaba mucho, muchísimo, tanto que varios compañeros míos fueron despedidos fulminantemente al ser sorprendidos en pleno acto… con la careta puesta.
Sin la artesanía, la inspiración es una simple caña sacudida por el viento.
A pesar de mis numerosos intentos por mantener la calma desempeñando una actividad que me procuraba un salario digno y una frustración XXL, no fui capaz de aceptar la regla de oro entre los personajes y que consistía en guardar silencio durante la prestación en directo porque ¿cómo va a hablar un dibujo animado interpretado por un señor de treinta años y ciento setenta centímetros de altura?
—Hola, soy tu amigo Pluto —murmuraba entre dientes a los niños con sus cabezas en el interior de mi cavidad bucal.
—…
—Tranquilo, no te voy a comer. Ya he desayunado. Además soy vegetariano.
—¡Mamá, Pluto habla!
—Pero hijo, ¿cómo va a hablar si es un perro?
—Pues me ha dicho que es mi amigo…
—Anda, vamos a por el Goofy que es el único que nos falta para completar el álbum.
Como siempre sucede en estos casos uno termina aceptando su destino, sea el que sea, así que me dediqué a explorar nuevas vías, improvisar de la misma manera que hacía con la guitarra… con resultados desastrosos. Si tuviste la ocasión de visitar Marne-la-Vallée entre los años 2007 y 2009 es muy probable que me recuerdes. Así es, yo era ese Pluto estático, incapaz de mover un solo dedo y que se acurrucaba en el ángulo muerto del parque con la única intención de zafarse de la multitud, esperando con las piernas cruzadas a que el tiempo pasara lo antes posible para volver a los camerinos y continuar con mis estudios de composición.
Triste y sin embargo grande es el destino del artista
Ese fue mi epitafio como personaje. En lugar de dejar mi pezuña gravada en el papel le dediqué esas hermosas palabras a una niña pelirroja y con dos coletas que comenzó a llorar desconsoladamente al comprobar que su perro favorito era un ferviente seguidor de Liszt. Así me sentía yo, como esa niña, decepcionado, estafado, insultado por la vida y su imparable tsunami que empujaban a un talentoso músico a un pozo de fantasía y finales felices del que todavía no me he recuperado. Es más, cada vez que ponen una película de Disney en la televisión me retuerzo como un oso con pulgas, coloco mis frías palmas por detrás de las orejas, ladro, segrego ríos de baba y maldigo al destino de esta guisa.
Algunos trabajos marcan, otros te permiten alcanzar tus sueños más oscuros, y por culpa de Pluto soy eterno.
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