Un doble portón azul férrico se desliza hacia la derecha y hacia la izquierda, abriéndose de par en par, para dar la bienvenida a cualquier asociado que ansíe tras tal contrapuerta hallar un descanso.

Un club. Un simple, un sucio, y un vulgar club deportivo, monótono a diario para quien en él trabaja, mas extraordinario para quien solo lo visita moderadamente.

Un día como hoy, el anaranjado de un ferviente sol refleja y refracta sobre cada teja metálica automovilística y, al acariciar las cuatro, el estacionamiento se encuentra colmado de cientos de carruajes. La plaza central es el más añejo atractivo del recinto, y, pese a su antigüedad, se mantiene indemne en comparación al resto de éste. Un buffet expresa en su escaparate un llamado de atención, acoplando bajo el mismo techo a cada glotón, jugador de rugby, y a cada ayunado jugador de tenis.

Cincuenta metros de piscina cristalina albergan a decenas de personas ansiosas por cubrirse del calor sofocante, que, poco a poco, pareciese ser su graduación tan alta como la propia lava. El envoltorio de cada helado es arrojado al suelo y los restos de comida son escondidos bajo cada plantin decorativo, bifurcando su belleza y dispersando su encanto.

Y allí, yo me hallo, reclinándome para reunir la porquería ajena. Prestando atención al pequeño mal criado que come en la pileta, y especulando lo que sería de mí si lo ahogara en su propia suciedad. Quizá, muy dentro mío, sería un poquito mas feliz, pero es más fácil hacer tiempo hasta las siete, hasta que el malnacido se marche en su auto con su madre, y así, juntar esos pedazos de pan que emergen inflados. Después de todo me pagan por limpiar.

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