Bien es sabido que mi padre, don Eugenio Cienalmas, fue periodista desde muy joven, en épocas donde aquello se trataba más de un oficio que de una profesión. Tuvo un digno recorrido por la sección de opinión del antiguo Panorama y sus columnas sobre política generaban revuelo cada semana.

Como el fruto nunca cae lejos del árbol, hace años terminé la Licenciatura en Comunicación Social y comencé mi aventura periodística. El apellido pudo allanarme el terreno en algunas ocasiones, pero lo cierto es que siempre intenté evitar los atajos.

Sin ser experto en geopolítica, los viajes me permitieron abrir camino como cronista en la sección de Internacionales de la cual nunca me alejé. Hace tres años cumplo con la tarea de cubrir el vacío de la tercera página del Día, con artículos que no han sido merecedores de galardón alguno, pero bien servirían para algo más que envolver tornillos en una ferretería.

En mi intento por quitarme la mochila de oligarquía periodística heredada de mi padre, he procurado codearme con redactores antes que con jefes. Aunque esto solo trajo como resultado ser marginado por ambas orillas. Para los de arriba soy la mancha en el apellido Cienalmas y los de abajo siempre han vinculado mi posición en el diario con el historial familiar antes que con el profesional.

En noviembre del año pasado comenzaron a deambular diferentes rumores sobre el futuro del diario. Como es habitual en cada fin de año, una versión de aguas calmas bajaba desde el directorio, auspiciando estabilidad e incluso la posibilidad de una nueva sección de filosofía en la que se barajaban nombres con cierto prestigio.

Otra versión corría con más fuerzas entre la cúpula sindical y hablaba del recorte de trabajadores puntuales. Caerían, seguro, varios del suplemento de Ciencia, algunos de Cultura y otros de Internacionales; jamás alguien de Policiales y mucho menos de Deportes.

Por último, el rumor que circulaba en las bases era catastrófico. Rotativas paradas y persianas bajas. Cuarenta y dos familias afectadas desde el jefe de redacción hasta el personal de limpieza.

En mi lucha por arrancarme el apellido de encima y lograr el reconocimiento de mis pares, rápidamente adscribí a esta posibilidad dramática. La primera asamblea la tuvimos en el bar Los Infernales. La mayoría se inclinaba por la toma de las instalaciones hasta la firma de un compromiso de mantenimiento de las fuentes de trabajo, aumento de incentivos y el pedido de reincorporación de la compañera Soto, cesada luego de la noticia de su embarazo.

Cuando estaban a punto de cerrar la junta, para sorpresa de todos, pedí la palabra. He escuchado atentamente las propuestas y sin ánimo de ofender, creo que todas se quedan a medio camino. Se generó un silencio rotundo. Pude observar miradas confusas entre mis compañeros de Internacionales y cierto estupor en el resto del auditorio.

¡Es hora de que nos manchemos las manos con tinta! solté improvisadamente y vi que esa pizca de impulsividad fue bien recibida por los compañeros. Cuando se escucharon los primeros tímidos aplausos, me agiganté. Debemos tomar las rotativas y hacer que nuestra voz salga a las calles sin patrones. Libertad sin condiciones, un diario de los trabajadores, para los trabajadores.

Nunca había sentido tanto reconocimiento como aquella tarde en Los Infernales. No estaba seguro de lo que decía ni de las consecuencias de mi discurso, pero mi intención era quitarme la pesada herencia de mi padre y era evidente que no tendría mejor oportunidad para hacerlo.

No hubo tiempo para otras mociones, de hecho creo que guiados por la exaltación nunca se votó la mía. Los gritos unánimes bastaron. Nos dividimos en brigadas, algunos teníamos la misión de hablar con el personal de seguridad y otros con las empresas auspiciantes para que mantuvieran la pauta publicitaria. Estaba todo cronometrado para ejecutarse a la perfección. Con el respaldo de los guardias, no se recurriría a la acción violenta. El 12 de diciembre se imprimiría la primera portada del Día sin patrón.

Como estaba previsto, a las 2 de la madrugada pasaron a buscarme Torresi, Palenque y García, viejos sindicalistas, víctimas del hartazgo, los que no son ‘hijos de’, ni sus hijos lo serán. La música estaba fuerte. Íbamos con las ventanillas bajas, nunca olvidaré aquel aire. Justo antes de la autopista, giramos en dirección sur. Tal cambio no estaba previsto pero los demás no se inmutaron. Al pasar la estación de servicio abandonada, tomamos un camino de ripio. Palenque estacionó el coche en un descampado. Sin bajar el volumen de la música, se dirigió a un contenedor deteriorado. Parecía ser yo el único en desconocer los pasos. Abrió la puerta, el director estaba maniatado en el suelo, con rastros de golpes y el pantalón meado. Palenque me dio un revolver. Antes de hacer cualquier maniobra, vi que Torresi y García me apuntaban a la cabeza. Lo dijiste vos, Cienalmas, el diario es de los trabajadores. ¡Entrá!, soltó Palenque.

Entré tembloroso.

Aunque una venda en la boca se lo impedía, intentó suplicar.

Dispararon dos veces y cerraron la puerta.

Escuché como la música se iba alejando hasta perderse.

Entiendo, su señoría, que esta no es la vía para expresar mi versión de lo ocurrido. Bajo ningún concepto estas líneas servirán como pretexto para no prestar declaración. Pero Palenque, ahora director del diario, no ha parado de difamarme haciendo correr un relato distorsionado de los hechos. Por ello creí oportuno, teniendo en cuenta la afectuosa relación que usted siempre ha mantenido con mi padre, brindarle mi verdad, y espero que sepa entenderla como la única posible.

Atte. Benjamín Cienalmas,

hijo de don Eugenio Cienalmas.

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