Recuerdo con nostalgia esa época en la que los coches aún eran conducidos por personas y se podía mantener una conversación sobre cualquier tema, ya fuese con el taxista o con el chófer del autobús de turno. Incluso ver cómo dos conductores discutían porque uno se había saltado un semáforo podía llegar a ser divertido. Ahora todos los vehículos funcionan de manera autónoma y los semáforos se exhiben en los museos.

Echo de menos aquellos fines de semana en los que íbamos a comprar al centro comercial de la periferia. Veíamos, tocábamos y hasta podíamos oler los millones de artículos que se alineaban en las baldas de pasillos interminables, después de haber entrado atraídos por aquellos escaparates tan bien colocados. No dejaban nada al azar.

Incluso me acuerdo a menudo de la oficina, donde charlaba de vez en cuando con los compañeros entre una llamada y otra. Al final del día terminaba con la garganta destrozada. En los últimos años sin embargo parece como si mis cuerdas vocales se hubiesen atrofiado por la falta de uso, y cuando hablo noto que me cuesta encadenar pensamientos. El temor a equivocarme, a no utilizar la palabra adecuada, me provoca una enorme frustración. Así que cada vez hablo menos, porque entre otras cosas mi voz me resulta por momentos más extraña.

Y es que para eso está el asistente de comunicación integrado en el Chip, en el que además se almacenan todos nuestros datos. Por un tiempo pensamos que solo serviría para facilitarnos las transacciones económicas, pero se ha convertido en algo tan necesario que no entiendo por qué algunos, si pudiesen, se lo harían extraer. Entre otras muchas opciones, nos permite comunicarnos con muy poco margen de error y sin tener que abrir la boca, y eso a veces hasta se agradece, así evitamos los estúpidos malentendidos que solíamos tener en el pasado. Aunque no todo iban a ser ventajas. A más de uno le han cortado la mano para sustraerle toda la información y suplantar su identidad. No debe de ser muy agradable.

Tengo sesenta y tres años y mañana será el gran día. Muchos me han preguntado si no tengo miedo. ¡Todo ha cambiado tanto y tan rápido en las últimas décadas! El Estado no supo reaccionar, y mientras nuestros políticos se enzarzaban en estériles debates, no nos dimos cuenta de lo que en realidad estaba ocurriendo. Así que la reconversión no llegó a tiempo y la tasa de desempleo ya afecta a más del ochenta por ciento de la población actual.

En nuestro país creíamos que lo más importante era mantener a la nación unida, aumentar la natalidad para asegurar nuestras pensiones y cerrar las fronteras. Perdimos la perspectiva global. Muchos no habían oído hablar de los algoritmos o creían que eran conceptos abstractos para matemáticos y Freaks. De este modo, se fueron intruduciendo en nuestras vidas sin apenas enterarnos y se apropiaron de nuestros trabajos sin que por tanto intentásemos impedirlo.

Los primeros que perdimos el empleo fuimos los administrativos y los que desempeñaban tareas mecánicas. Luego les llegó el turno a los que menos se lo esperaban. Abogados, corredores de bolsa, y hasta médicos de cabecera acabaron en la calle como los demás.

Creímos que nuestras cotizaciones, lo que llamábamos Seguridad Social, nos asegurarían al menos una parte de nuestra jubilación. Pero la realidad es que para lo que han servido finalmente es para subvencionar el S.A.D.

Al parecer esa maldita sustancia es demasiado cara. Dicen que en el momento no notas nada, que es totalmente indoloro. Los medios no dejan de repetir que el futuro está en las manos de esa minoría altamente cualificada, ellos son los únicos capaces de asegurar la supervivencia de la Humanidad. Su permanencia en la Tierra es crucial. Y quizás tengan razón. El caso es que no hay suficiente comida para todos.

El setenta y cinco por ciento de las especies desaparecieron hace casi más de una década. Las legumbres, frutas y verduras que sobrevivieron gracias a los bancos de semillas tienen un coste que la mayoría no nos podemos permitir. De la carne ya ni hablamos. No hicimos caso a las protestas masivas de estudiantes liderados por Greta Thunberg, ni por supuesto a las advertencias de la comunidad científica sobre las consecuencias del cambio climático que nosotros mismos estábamos provocando.

Las abejas, esenciales para la polinización, han estado al borde del exterminio, y tan solo se empiezan a registrar repuntes en el número de estos insectos en zonas del planeta muy localizadas, pero las acciones han llegado muy tarde para casi todos. Ahora mismo me está viniendo a la memoria el dulce sabor que dejaba la miel en los labios. ¡Hace tantos años que no la pruebo…!

Mañana a las 15.30 acudiré a la cita que obtuve a través de la Net. Un robot insertará una vía en mi brazo mientras suena una música relajante en su sistema de reproducción individualizada. Encuentro cierto consuelo en que podamos elegir la banda sonora de nuestra propia muerte. Eso nos da al menos cierta libertad. En lo que tarda un corazón en generar trescientos latidos y lo que dura mi canción favorita de Jean-Michelle Jarre, yo me habré marchado. Con el programa de Suicidio Asistido Digno no hay vuelta atrás.

Ahora mismo no soy más que uno de esos “inútiles” a los que se refería el antropólogo Yuval Harari allá por el 2020. La posibilidad de transformarme en poco tiempo en un pino, un abeto o tal vez un ciprés no me parece tan mala idea. Una buena parte de las antiguas selvas y bosques quedaron devastados. Gracias al Servicio Voluntario de Repoblación Forestal, por fin, volveré a ser útil. Y, a decir verdad… No, ya no tengo miedo.

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