La leyenda del empleado y su hijo

La leyenda del empleado y su hijo

carlos nicora

01/06/2019

Ahora vete contento. Has cumplido con tu deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino.

Roberto Mariani, Balada de la oficina

Dicen que el hombre entró casi corriendo y se detuvo en el hall de entrada donde comenzó a mover la cabeza en todas direcciones, como si se tratara de un dispositivo electrónico en busca de un objetivo. Algunos insistieron en que se demoró pocos segundos y que luego subió a toda velocidad por la escalera que conducía a las oficinas de los pisos superiores. Otros, en cambio, afirmaron que había estado de pie en el hall de entrada toda la mañana, moviendo la cabeza sin parar.

Dicen que la auxiliar de limpieza contó que al día siguiente, al entrar en la oficina del gerente, vio a un hombre sentado de cara al ventanal que daba a la calle, mirando una fotografía. Aseguró que no pudo verle la cara, sólo la espalda y la nuca. Dijo que el hombre, sin dejar de mirar la fotografía, mascullando, juraba y perjuraba que recuperaría su empleo, que lo haría por su hijo. ¡Por mi hijo!, repetía de vez en cuando, elevando apenas la voz. La mujer encendió y apagó tres veces la aspiradora con la intención de que el hombre se diera vuelta, pero no lo hizo; permaneció inmóvil todo el tiempo, acaso imaginando situaciones futuras. Ante algunos cuestionamientos, dicen que la mujer respondió que se marchó sin mirarle la cara y sin hablarle porque sintió temor. Concluyó diciendo que ese hombre le daba miedo.

Dicen que unas semanas más tarde, según informó el sereno, el hombre se lanzó a caminar durante las madrugadas por los pasillos mudos y poco iluminados del edificio al igual que un fantasma desocupado: no había a quién asustar. Informó el sereno, sin embargo, que una noche en la que se escucharon ruidos malhechores en el segundo piso, el hombre corrió hacía allí. Al ver que dos hombres intentaban forzar una de las ventanas para entrar, no dudó en acercarse y mostrarse, casi pegado al vidrio y con la mano en la cintura simulando tener un revólver. Contó el sereno, dicen, que los hombres se asustaron y descendieron rápidamente por la escalera que los había llevado hasta allí, no sin antes intercambiar golpes y empujones entre ellos con el fin de bajar primero. Después el hombre se dirigió a una cocinita ubicada en el subsuelo, donde se preparó un plato de arroz. Dicen que el sereno y una mujer que lo visitaba a éste una vez por semana lo vieron varias veces comiendo en la cocinita, siempre arroz, siempre acompañado de una vela enferma que apenas movía las sombras.

Algunos años más tarde una empleada nueva preguntó, en el tiempo de descanso mientras tomaba un café, si alguien conocía la cara del gerente. Dicen que en ese grupo sólo había dos empleados antiguos, los cinco restantes no hacía más de un año que habían ingresado. Los más antiguos respondieron que no, y agregaron incluso que no sabían quién era el gerente. La empleada nueva abrió grande los ojos y se quemó apenas la punta de la lengua con el café. Enseguida le preguntaron cómo podía ser que ella, siendo la secretaria del gerente, no le conociera la cara. Nunca me lo presentaron, dicen que respondió ella. Los más antiguos comentaron que les había llegado el rumor de que en la oficina del gerente había un hombre sentado. Ella afirmó con la cabeza. Y agregó que el hombre le dijo que él no era el gerente, que estaba allí esperándolo. Solo eso. Un hombre sentado que esperaba.

Dicen que dos amigas de la secretaria confesaron, muchos años después, cuando la empresa ya no existía, que su amiga creía que el hombre sentado era el gerente. Por eso, ante el silencio sin rostro de éste, ella comenzó a preguntarle sobre lo que tenía que hacer. Como el hombre no hablaba, decidió esperar en su mesa de trabajo ubicada cerca de la puerta de entrada. Se pintaba las uñas, jugaba con el celular, de vez en cuando arreglaba su escritorio. Contaron sus amigas que una mañana ella encontró sobre su escritorio una nota con algunas órdenes y pedidos. Las instrucciones no tenían ningún sentido pero igual las llevó a cabo. A partir de ese momento, todas las mañanas encontraba instrucciones sobre su escritorio. A las amigas les pareció extraño que todo lo que le mandaba a hacer debía efectuarse afuera de la oficina. Llegaron a la conclusión, las tres amigas, que el gerente no quería que ella estuviera allí, con él.

Para la época en que comenzaron a demoler el edificio donde funcionaba la empresa, debido a que acababa de quebrar, dicen que ningún empleado dudaba de que el hombre sentado fuera el gerente. Los empleados tenían prohibido entrar en su oficina, de modo que si tenían algo para decirle, debían escribirlo en un papel que entregaban a la secretaria quien lo dejaba sobre el escritorio de él. Al día siguiente, puntualmente, en el mismo papel que la secretaría le había dejado, aparecían las respuestas a las inquietudes o pedidos de los empleados.

Dicen que la máquina, de cuyo brazo colgaba una enorme bola de acero que ya había golpeado tres veces el edificio causando destrozos considerables, se detuvo inesperadamente. Un hombre joven de calvicie incipiente se había asomado a una de las ventanas y gritado que todavía quedaba un hombre en el edificio. Contaron los compañeros del joven que éste rebuscó en los bolsillos raídos del saco de aquél hasta que dio con una billetera, de la cual extrajo el documento. Permaneció un rato mirándolo. De pronto, el joven se desplomó sobre sus rodillas y abrazó fuerte al hombre sentado quien, para sorpresa de nadie, se hallaba muerto. Dicen, que los empleados contaron, que el joven dijo, que era su padre.

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