“Dentro del gallinero desde donde irá a la muerte, el gallo canta himnos a la libertad porque le han dado dos aseladeros.”
(Fernando Pessoa. Libro del Desasosiego)
Llevo una vida sencilla, señor; no tengo, por suerte o por desgracia, acontecimientos especiales que merezcan contarse.
Vivo en paz. Siempre fui oficinista, trabajo en una pequeña empresa acopiadora de cereales de mi pueblo y recibo una modesta mensualidad desde hace ya veintiocho años.
No obstante, y no es por jactarme, no debe haber nadie que concilie los Libros de Bancos como yo, nadie que conozca los movimientos de «Juan Galvez e Hijos Cereales S.A.» como este servidor. Pregúntele a cada uno de los nietos del fundador y verá qué opinan de mí. Jamás una diferencia, un raspón o una tachadura en aquellos viejos libros; el debe y el haber nunca han tenido secretos para mí, no señor.
Aunque, si Dios quiere, en cinco años me jubilo. (Y eso está bien, llega un tiempo en que uno no entiende más al mundo y también el mundo deja de entendernos. Todo se vuelve extraño y ajeno)
Recuerdo que este trabajo me lo consiguió un tío, algo excéntrico, profesor de Literatura. («Toda mi vida, Ernesto, no es más que una cita a pie de página», solía repetirme) Murió hace unos años. Lo quise mucho, aún conservo su carpeta didáctica del profesorado. Mandé hacer varias copias de ella, en homenaje a él.
Mire, éste es uno de los trabajos de clase de esa carpeta, acerca de las ratas. Incomprensible, como era, a veces, el tío. Demasiadas preguntas, yo prefiero las respuestas, el mundo necesita de certezas para seguir girando, ¿verdad?
Advertirá que está recortado al final, debí hacerlo porque al trabajo le siguen unos comentarios muy personales del tío que el pudor y la prudencia me aconsejan no difundir.
Adiós, señor, desciendo en la próxima, encantado con la charla.
El camino de la rata.
«En un laberinto aséptico, la rata de laboratorio sabe que si sigue el camino correcto al final la espera su premio, no existen otras opciones válidas.
Hay evidencias incontrastables (anota el científico) de que el animal entiende rápido lo que le conviene. Tarde o temprano la rata aprenderá que la curiosidad, la rebeldía o el simple error de cálculo tienen un costo altísimo: el hambre o la vida.
Por supuesto que la rata siempre podrá optar por la inmovilidad, negarse a seguir camino alguno y abandonarse, simplemente, al hambre. Pero aunque no es imposible que existan en los animales comportamientos de este tipo que tal vez nos parezcan extraños, no se han observado en ratas de laboratorio.
Sus descendientes (y los demás individuos de su especie) entenderán, a la fuerza, lo mismo, a saber:
que el camino, el sentido de la trayectoria y el premio son únicos;
que si aprenden y obedecen los sucesivos pasos que el experimento exige para alcanzar la meta, el premio los esperará al final (solo al final).
Tanto el premio como el camino para alcanzarlo han sido previamente fijados por terceros. Ni la rata ni sus descendientes participaron ni participarán jamás en su determinación.
La rata, sus hijos y los hijos de sus hijos nunca llegarán a descubrir:
quiénes diseñaron el laberinto y el experimento en donde ella y sus descendientes deberán pasar, les guste o no, todas sus vidas de laboratorio;
la finalidad del experimento ni a quién beneficia;
que ella, sus descendientes y quienes la precedieron son parte de un experimento;
que existen otras ratas como ella que viven en alcantarillas o basurales asquerosos. Viven menos, están más sucias, se mueren de hambre, de frío o destrozadas por los gatos, y no conocen los laberintos. Además el hombre las ignora, o no las percibe, o en todo caso está muy lejos;
que, en su laberinto, es sometida por dos fuerzas muy superiores; una, circunstancial y azarosa, la otra, inevitable, eterna y tal vez para siempre desconocida;
La primera es el poder de un amo que a veces la castiga pero también la alimenta, la cuida y la conduce.
La otra es una fuerza que mueve y somete tanto a la rata como al hombre, infinitamente más poderosa e ingobernable que la anterior, una fuerza que atrae ineludiblemente al animal hacia sí y a la cual la rata, si pudiera nombrarla, le denominaría queso. El científico, que gusta de ponerle nombres sofisticados a las cosas, la ha llamado necesidad.
El camino de la rata se repetirá, fatalmente, generación tras generación sobre todos sus descendientes, hasta que el experimento deje de ser útil para el hombre o hasta que no haya más ratas o más hombres. O hasta que no haya más queso.»
«Digresión final en la bitácora del científico:
¿Es lícito hacernos las preguntas siguientes?:
¿Percibe la rata al científico? ¿Cómo?
¿Sueña una rata de laboratorio?
¿Qué soñará? ¿Solo con un mundo de paredes y guardapolvos blancos y carreras cotidianas hacia salidas y premios inexorablemente únicos?
Si no conoce otro mundo más allá de los límites del laboratorio, ¿podrá alguna vez imaginar lo desconocido? ¿O soñará siempre con lo mismo: un pedazo de queso más grande, un laberinto más sencillo o de pronto ser capaz de resolver cualquier laberinto? ¿Podrá haber en sus sueños una hendija por donde lo imposible se cuele alguna vez? ¿Es posible que se pregunte por algo que ni siquiera conoce?
¿Arrastrará consigo alguna herencia ancestral que le haga, confusamente, soñar con albañales malolientes, gatos asesinos y caminos jamás recorridos?
¿Llegará un día a poseer deseos propios y no solo deseos implantados?»
(Nunca supe si aquel espécimen olvidó ese papel o lo abandonó a propósito en su asiento. Agradecí, secretamente, que se perdiera entre la gente y que nunca más lo vería gracias a esta ciudad enorme. Algún impulso me hizo recoger el escrito y llevarlo a mi casa. Después de cenar lo leí. ¿Por qué algunas personas tendrán tanta necesidad de hablar, de escribir? Rompí el papel y lo tiré a la basura. Al día siguiente volví al trabajo, como siempre)
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