Íbamos en silencio. Yo, como siempre, mirando la tierra roja del camino, buscando las pequeñas aldeas de techo de paja, escondidas entre los árboles. Empezó a hablar sin más.
―Quando você não fez o que os velhos aconselham, você morre jovem.
Le miré intrigada y respondió que eso se aprende al observar las serpientes. Relativamente fácil cuando vives en un país de África Subsahariana.
―Si las serpientes son grandes es porque han vivido mucho. Y si viven mucho es porque son cautelosas y huyen del peligro.
Y me contó su historia.
El señor M. nació en la época colonial, en una familia pobre. Quedó huérfano muy pequeño. El único futuro que le quedaba era de empleado doméstico. Pero el trabajo no define a la persona y el niño M. se ganaba a todos con su presencia. Era un niño tranquilo y listo,… su patrón, que así se llamaba en aquella época y lugar del mundo al que daba casa a cambio de trabajo, quiso hacerse cargo de él de manera inusual: le mandó a la escuela. Y estudió. Aprovechó la oportunidad insólita de tener tal padrino.
Después, estalló la guerra de la Independencia. Cuando todo iba a peor, su patrón-mentor decidió que sería mejor irse. No tenía sentido ver como dos bandos luchaban por una idea de país en la que ni él mismo creía. ¿Remordimientos? ¿Cansado del clima tropical? ¿Saudades de su primer país? Quién sabe. Le dijo al ya no tan niño M. que todas sus pertenencias quedarían a su nombre. Un increíble regalo de despedida. Pero los finales bonitos no ocurren: el patrón-mentor-con-amor-de-padre murió de un infarto poco antes de salir del país y su familia, corroída de avaricia, dejó al adolescente M. de patitas en la calle. Malvendieron la casa y los dos coches y pusieron rumbo al hemisferio norte.
Continuó estudiando en la capital, Lourenço Marques, ahora Maputo. Para qué guardar resentimientos: la vida seguía. Consiguió trabajar en el despacho del Gobernador. Un trabajo de oficina que le gustaba. Mientras, a su alrededor, se iba caldeando el ambiente una vez conseguida la independencia de Portugal. Empezaba la guerra civil y fue llamado a filas. Por su formación pudo quedarse en administración en vez de ir al frente. Muchos de los que iban, no volvían. Igual que en la guerra de la Independencia, aquellos que luchaban no eran bien tratados: los jefes robaban el pescado al igual que la dignidad.
―Eran años duros de lucha…¿para qué? ¿No éramos un solo pueblo con las mismas esperanzas y necesidades? ¿No habíamos ya sufrido bastante?- Para el señor M. nada tenía sentido,los ideales desaparecían en la búsqueda de poder. Al acabar la guerra civil, cansado y desilusionado, dejó el Gobierno.
Tocaba reinventarse. Cualquier cosa estaría bien. Acabó mal pagado y explotado en un restaurante, durante años. Hasta que pensó que se merecía algo mejor y empezó a hablar con varios conocidos, a la búsqueda de un nuevo empleo.Unos habituales le ofrecieron un puesto de conductor, en una organización internacional, un contrato de un año. Su hermano mayor le tachaba de loco, ¿cómo iba a cometer la irresponsabilidad de cambiar a un trabajo sin garantía de futuro?
―Pero yo no era feliz y el restaurante tampoco ofrecía mejor garantía.
Se decidió y ahí continúa trabajando hasta hoy. Su hermano tuvo que arrepentirse de sus palabras. Sólo podía justificar su suerte porque algún sueño le reveló lo que debía hacer. Pero para el señor M. era más sencillo: a veces el camino más difícil o incierto es el único a seguir. “Lo que te dicta el interior, te lleva a la decisión acertada”.
El señor M. debe ser un poco menor que mi padre aunque podría parecer mi abuelo. Me sorprende lo impecable que va siempre. Camisas de cuello limpio bien planchadas, pantalones con la raya. Sólo la suela de los zapatos delata su origen.
Como cualquier padre, se preocupa por sus hijos y quisiera verlos con un futuro garantizado. Pero ninguno de ellos hace un gran esfuerzo para conseguir algo.
―Les he dado muy fácil lo que yo nunca tuve―y su silencio se hace denso.
Lo mismo podría decir un padre de este lado del mundo. Realidades tan diferentes que, sin embargo, convergen en puntos básicos.
En nuestros trayectos su semblante se volvía serio y triste cuando hablábamos de la corrupción, de la codicia, de la soberbia. Él ha sentido el desprecio de sus vecinos cuando estos han subido de escala social. Y según nos adentrábamos en lo recóndito del país, reflexionaba sobre lo que significa desarrollo, consciente de la pérdida de cultura y conocimiento en las comunidades, que ya no saben lo que cada árbol necesita ni respetan los caminos eternos aunque no periódicos del agua, que olvidan como plantar y alimentarse de lo que la tierra da.
Hablábamos también de otras realidades. Ahí me miraba con ojos chispeantes, desvelándome secretos de magia negra, tan presente en aquella sociedad. Me moría de curiosidad por poder hablar de un tema que, pese a estar tan arraigado en la cultura popular, es tabú para los extranjeros. Y me contó cosas que deben quedar en los secretos que sólo se transmiten de forma oral.
En esos viajes, mientras él conducía, pude por fin conocerle, después de más de un año viéndole día tras día, sentado, callado, esperando a ser mandado a algún recado o llevar a alguien. Me extrañaba que pasara tantas horas sin apenas hacer nada, ojeando algún periodicucho local, mirando al suelo o a la pared…Nada, solo esperando. ¿En qué pensaría? Y después de entenderle acepté que el silencio y la discreción son rasgos de sabiduría. No de ignorancia.
Alguna gente funciona así: sólo hablan cuando están al volante. Será algo de que mirar al horizonte ayuda a abrir el corazón. Él era uno que sabía leer a las personas y a la naturaleza, y con sencillez transmitía, aprendía y daba. Espero que todo te vaya lo mejor posible, Señor Mavura.
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