He sido toda la vida, soy, conductora del autobús nueve. La primera conductora de esta línea. Una vida entera haciendo el recorrido Óbuda-Kőbánya Alsó. Percibirá en esta historia un conflicto entre lo que soy y lo que fui.

En el autobús nueve tienes que estar triste, enfermo o a disgusto con la vida, si no, no pintas mucho. Es fácil de entender: la gente utiliza esta línea para ir a trabajar a diario, para trasladarse de sus casas viejas y grises de Pest a sus lugares de trabajo en Buda, en estancias luminosas, modernas y grandes. El contraste entre lo que son y lo que podrían haber sido sucede a través de las ventanas de mi autobús.

En las entrañas de mi Mercedes han convivido personas muy diferentes. Imagínese en el mismo metro cuadrado a un borracho hablando solo, una mujer constipada y una adolescente con el móvil en una mano y un globo de corazón rojo en la otra. Un hombre con maletín que mira al globo y luego a la chica. Una señora con mil bolsas ocupando el espacio reservado para minusválidos. Hacia el centro del vehículo un albañil en uniforme sorbiendo un helado, un señor con una protuberancia inmensa en la nariz y una madre que le da la espalda, meciendo el carrito de su bebé. En este autobús nunca he llevado a un político.

A pesar de todo, soy, he sido, una conductora diligente. Notará, como le digo, una tensión entre el presente y el pasado en mi relato. Entre mis muestras de profesionalidad favoritas estaba bajarme a desplegar la rampa de minusválidos. Este acto siempre ha constituido para mí una pequeña ceremonia. Déjeme que le explique: veo a la persona necesitada por el retrovisor, enseguida me levanto del asiento, salgo del autobús y me acerco a la rampa. Estoy en buena forma así que prácticamente en dos pasos estoy ahí. Me agacho y hago uso de fuerza para bajarla, porque, como sabrá, es manual. Lo hago en un movimiento limpio, no arrugo la cara. En la escuela nos enseñaban a mantener expresión hierática, como si fuéramos bailarinas rusas. Nadie sabía mucho del otro por el rostro. En cuanto suelto la rampa hago un leve gesto de invitación con el brazo como diciendo: «adelante, hay sitio para todos en mi pequeño».

Algo que también me distinguía de otros conductores era esperar un minuto de reloj si faltaba alguno de mis pasajeros habituales: Jánós, Máte, Blanka o Gergely, antes de ponerme en ruta a las seis y cincuenta y cinco de la mañana. En la sucia y superpoblada Pest hay que ser benévola. Durante la espera aprovechaba para pulsar un botón que hincha las ruedas del autobús y lo eleva levemente: es su cafeína mañanera y, para mí, un acto de elevación física y espiritual. Se dará cuenta de que no soy una mujer de emociones fuertes: encuentro la vida plena en la receta de goulash de mi madre o en la idea de ver una película al llegar a casa.

Mis pequeños vicios han sido, lo reconozco: mirar por el retrovisor frontal y bostezar por contagio de algún pasajero; no saludar a los compañeros del tranvía por el centro; odiar en secreto a los ciclistas y ponerme un auricular para escuchar música. Jamás hablo por teléfono mientras conduzco, eso se lo juro. Me gusta mucho la música rusa, es mi único contacto con la lengua que estudiamos en la escuela. ¿Se acuerda usted de algo?

Bien, voy al grano. Lo que me alarmó un buen día es que ya no sentía nada en el autobús: no tenía ganas de acelerar al llegar a la altura de la calle Wesselényi, las fachadas otrora gloriosas se me hacían excesivas y aburridas y no sonreía a nadie durante todo el día. Me daba igual una basílica, que un parque, que una ambulancia. Cerraba las puertas sobresaltando a los señores mayores, y si veía a alguien corriendo hacia la parada, me ponía en marcha inmediatamente dejándole fuera. Nunca abría las ventanas. Me daba igual el puente Margarita, que el Danubio amaneciendo, que las adolescentes rezagadas.

Así estuve una semana, sin entender mi actitud, mi nueva personalidad de conductora intransigente y amargada. Así estuve hasta ayer, veintiuno de febrero, cuando hice un descubrimiento que alteró mi existencia. Ayer encontré la fuente de mi infelicidad, y fue a través del sonido. Mientras me disponía a hacer la parada de rigor de las 9:37 en la estación de Nyugati, lo escuché: «Siguiente parada: Jaszai Mari Tér», y al parar, otra vez: «Jaszai Mari Tér». Llevaba años sin escuchar aquella voz que me acompañaba desde siempre, constante, insensible, robótica. De pronto la estaba escuchando ralentizada, alargada, ocupando todo el espacio de mi mente. De mi auricular salía Dorógoi Dlínnoiu, del ruso Boris Ivanovich, pero no podía separar los violines de aquella maldita voz.

Entendí entonces que tenía que apagar la megafonía, porque si escuchaba una sola vez más esa transmisión vacía tendría que bajarme del autobús, quitarme el uniforme y decirle a cualquier turista o vagabundo que tomara el mando. Me sentía como un policía rebelde que entrega su placa. Nunca pensé que llegaría a esto…

Tomé una decisión. Atravesé el centro de la ciudad sin megafonía, emancipada, casi sintiendo la primavera en la piel. Volvía a mí la adrenalina de los primeros días al volante: atravesando avenidas, apurando semáforos, cruzando puentes… me sentía tan poderosa que hoy decidí volver a viajar así. Pensé que podía ser como esas mujeres que salen de casa con una sonrisa, las que llevan al trabajo la mochila con las cosas del gimnasio y el tupper con ensalada de pasta. Feliz y preparada.

Apenas pude separar el gozo de estos pensamientos del momento en el que, usted, señor inspector, subía al autobús y me pedía que, por favor, apartara el vehículo de la vía pública y le diera la documentación.

Esto es todo lo que puedo contarle de mí y mis motivos para detener la megafonía.

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