Antes de las siete de la mañana les daba indicaciones a los ingenieros, la construcción presentaba ligeros atrasos, y debíamos tomar acciones. Vi venir a Juan, «él era uno de los chóferes que trasladaba al personal a sus frentes de trabajo». Lo observé y moví la cabeza reprobando su aparición, pues me pareció que estaba en estado inconveniente; cuando llegó, confirmé mi sospecha, aliento alcohólico y mirada extraviada; ¡aún estaba borracho!
– ¡Qué bárbaro, que irresponsabilidad!, ve el estado en el que te presentas. –le dije bastante molesto.
Tratando de enderezar su postura respondió.
–Estoy bien, quizá un poquito alegre. –Se atrevió a bromear. Ese día no le permití laborar. El alcoholismo del personal me causaba problemas. Recuerdo la respuesta de mi jefe cuando le expuse hace dos meses que iba a dar de baja a otro de mis ingenieros; por sus excesos.
–A fulano no lo quiero en la obra; “por borracho” –le dije.
–Tú sabrás qué haces y qué dejas de hacer, quién te funciona y quién no, pero te aclaro algo: “para estar en esa obra, o estás borracho, o estás loco, y tú estás loco”. –Me contestó con su habitual tono irónico.
Ese día que Juan se presentó alcoholizado, no contaba con relevo para trasladar a los ingenieros asignados en su ruta. Pensaba llevarlos yo mismo, cuando intervino Alejandro.
–Inge., no se complique, yo manejo la camioneta. – “Alejandro era un joven Ingeniero, jefe de la construcción de uno de los túneles del proyecto”; puedo agregar muy responsable, y habíamos entablado buena amistad.
Varios kilómetros distaban entre el campamento y los frentes de trabajo, y las camionetas que usábamos tenían doble tracción, obvio por lo peligroso de los caminos, incluso algunos eran simples brechas con pendientes muy pronunciadas y terreno agreste. En temporada de lluvias, remolcamos las camionetas enganchadas a los tractores de orugas, y aun así, veías patinar las camionetas hacia los barrancos.
Dirigiéndome a Alejandro le pregunté.
– ¿Sabes manejar la doble tracción?
–Qué pasó Inge., la duda ofende, tenga confianza –me dijo.
–No muy convencido, accedí. Partieron con él dos de mis ingenieros, Jorge y Lupillo.
Solucionado el problema, tomé camino hacía el pueblo donde tenía la base para la carretera que también formaba parte de la construcción; el trayecto lo recorría en una hora aproximadamente. Ya estaba llegando, cuando me llamaron por radio.
– ¡Ingeniero R!, ¡ingeniero R!, ¡conteste!, ¡conteste! – La voz se escuchaba angustiada.
En ese tiempo nuestra forma de comunicación era por radio de banda ancha, con bastantes deficiencias en el audio
– ¡Adelante!, ¡adelante!, –dije sin identificar quién llamaba.
Al instante contestaron.
– Una de sus camionetas se acaba de accidentar, cayó al barranco, al parecer murieron tres de sus ingenieros.
Hubo un breve silencio; detuve en seco la marcha de la camioneta. Cuando escuchas tal noticia, dudas haber entendido el mensaje.
No sé describir la impresión; es como: “recibir una descarga eléctrica”, “un golpe en el estómago”…
Intenté reponerme; de inmediato pedí la ubicación del accidente, corté comunicación y pedí auxilio a mi oficina central para trasladar personal paramédico por medio del helicóptero. Sumido en mis pensamientos manejaba lo más rápido posible, y contestaba ese maldito radio que no paraba insistentemente de llamarme.
– ¡Ingeniero R!, ¡ingeniero R!, ¿ya vas a llegar? –Cada cinco minutos, la voz inconfundible del subgerente general, parecería que su objetivo era desquiciarme. Resultaba absurdo que insistiera de esa manera, pues él conocía perfectamente las distancias. Pero no era momento de darle importancia a tal necedad.
Aquella conversación era captada por todos los radios que compartían la frecuencia, enterándose de la situación y escuchando mis respuestas con ese tono sombrío y de impotencia. Cuando logré comunicarme con el personal que laboraba cercano al sitio; les pedí intentar bajar al fondo de aquel precipicio de más de cien metros de profundidad; a donde me informaron no se apreciaba ningún movimiento, y solamente al fondo del barranco, se veía la camioneta destrozada.
Cuando llegué al sitio, los paramédicos ya habían rescatado a Jorge y a Lupillo, inconscientes y con serias contusiones; pero con vida. Ambos salieron disparados a la mitad de la caída; su recuperación tardó algunas semanas y fueron dados de alta, sin consecuencias graves.
Alejandro… Aferrado al volante, continuó hasta el final de su fatal recorrido y falleció al impactarse en el precipicio.
Por las marcas de las llantas en la tierra, se podía deducir que el accidente se produjo en una maniobra de una curva con pendiente muy pronunciada; seguramente neutralizó la caja de velocidad, y no tuvo la pericia para controlar el vehículo.
Mediante el helicóptero trasladamos al hospital a: Jorge y Lupillo y cuando se rescató el cuerpo de Alejandro, también fue llevado al mismo hospital, con el argumento de que había fallecido en el trayecto.
A la esposa de Alejandro le habían avisado del accidente, omitiendo que había fallecido. Cuando llegó al hospital, de inmediato la identifiqué por su apresurado caminar y su expresión de angustia; a su lado venían 2 pequeños de apenas 4 y 6 años; al verlos sentí un nudo en la garganta, no sé cómo contuve derramar alguna lágrima, me acerque a ella sugiriendo que se apartara un poco de sus hijos y poder comunicarle tan penosa noticia. Conservo en mi memoria, su rostro y como se fue transformando, mientras me escuchaba.
Imagino a esa mujer ver partir hacia el trabajo al amor de su vida; sin sospechar que sería la última vez que intercambiaban un dulce “hasta luego”, “que Dios te acompañe” o algún gesto amoroso, besos o quizá un enojo, y esos niños… A quienes el destino les cambió sus vidas.
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