En algún momento debí decir o hacer algo inapropiado pero no conseguía recordar qué ni cuándo. Sí recordaba en cambio el día de su metamorfosis. Era un lunes catorce de abril y, como cada lunes, me reunía con mi jefe para planificar la semana tomando un desayuno en su despacho. Anhelaba ese momento envuelto en aroma a café y croissant recién horneado. Pero ese lunes no había desayuno encima de su mesa. Gabriel me dirigió una tímida sonrisa y sencillamente me dijo que ya no estábamos para derroches y se haría la reunión sin desayuno. Cuando salí de la reunión no pude evitar encerrarme en el cuarto de baño para soltar un grito ahogado pero igualmente terapéutico. No entendía nada. Mis tareas asignadas para la semana duplicaban la cantidad habitual.
—¿Es una broma? —repliqué con expresión incrédula.— No podré acabar todo esto antes del viernes.
—Pues ya estás tardando —contestó Gabriel con una mirada fría completamente desconocida para mí.
Estuve llegando toda la semana a las once de la noche a mi casa. Mi marido parecía indignado con la situación. Él nunca habría imaginado que fuera a pasarme algo así en mi empresa, yo tampoco.
—Cariño, no entiendo qué está pasando pero es evidente que algo pasa, ¿el resto de tus compañeros está igual?
—Pues la verdad es que no. Yo creo que me está poniendo a prueba. Sé que se está gestando un nuevo puesto de trabajo en la dirección y quizás yo…No sé Alberto pero necesito que me apoyes en esto, sabes lo importante que es para mí.
—Claro que te apoyo es solo que me parece todo un poco raro. Gabriel nunca se ha comportado antes así.
Conseguí entregar todo el trabajo encomendado a tiempo. Recuerdo que el siguiente lunes entré con mirada triunfal en su despacho.
—Buenos días Gabriel —dije sin poder evitar dirigir la mirada hacia una mesa vacía, nuevamente desprovista de café.
—Hola María. Veo que has conseguido acabar todo el trabajo aunque se notan las prisas de última hora de manera que no creo que pueda darle el uso esperado. Tendrás que repetir varias cosas y añadiremos unas cuantas más.
Ahora, desde la distancia, me resultaba increíble haber sido capaz de realizar el titánico esfuerzo al que me enfrentaría durante los siguientes meses. Había perdido más de diez kilos y las ojeras ya me llegaban a las mejillas. Intentaba respirar profundamente pero no conseguía llenar por completo de aire mis pulmones. Apenas quedaban restos de mi verdadero yo. Me había convertido en una autómata ejecutora de órdenes carentes de sentido. Solo quería que pasara el tiempo, que los días fueran cortos y las noches largas a la espera de que todo cambiase de nuevo a mi favor.
—María, no puedes seguir así —dijo una noche mi marido con gesto preocupado — . Puede que quieran que dejes el trabajo sin pagarte ningún despido. En mi empresa pasó algo parecido con Juan, ¿recuerdas?
—Qué tonterías dices Alberto. La empresa va estupendamente; no hay necesidad de echar a nadie y menos a mí. Antes deberían irse otras personas mucho menos productivas. Hablaré con Gabriel y le diré que estoy llegando al límite de mis fuerzas. Le pediré que me ponga a alguien de refuerzo…
Al día siguiente me levanté con ánimo decidido. Mi mente quería seguir luchando pero mi cuerpo me había dado ya varias señales de que la situación empezaba a resultar insostenible. Nunca me había caído tanto el pelo, mis uñas estaban frágiles y mi cara era todo un poema que ni el mejor maquillaje podía arreglar.
Entré en el despacho de Gabriel pero él no estaba. Imaginé que habría bajado a por un café rápido de la máquina ya que él seguía fiel a sus costumbres pese a que ya no fuesen compartidas. El sonido de su teléfono me sobresaltó. No pude evitar acercarme al móvil para ver quién llamaba tan temprano. Me quedé paralizada…¡Era Alberto, mi marido! ¿Por qué llamaba a mi jefe? ¿acaso quería amenazarle para que dejase de atosigarme? Sabía que era capaz de éso y mucho más de manera que decidí coger el teléfono para evitar un mal mayor pese al riesgo que corría de ser pillada in fraganti con el móvil de mi jefe en la mano. Descolgué el teléfono pero no dije nada ya que Gabriel podía entrar en cualquier momento y necesitaba aguzar el oído al máximo.
—Gabi soy Alberto. Oye tío que mi mujer hoy va a pedirte que le pongas ayuda en su trabajo. Ni se te ocurra que esta semana tiene Isabel las tardes libres y ya he reservado y pagado el hotel con cena incluida para los cuatro. No me falles que estamos juntos en esto…¿Gabi? ¿estás ahí? ¿Gabi?
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