Esta mañana salí de casa más tarde de lo normal. Me vi en la obligación de hacer todo el trayecto hacia la oficina corriendo. La corbata en el maletín, la chaqueta en la mano y la camisa arremangada. A esa hora las autopistas colapsan, por lo que tuve que dejar el auto en casa y asumir las incomodidades del tren subterráneo. Ya llegando, en mi apuro, casi caí sobre una anciana que vendía pastelitos y tortillas horneadas. Sus ojos parecían cansados, y me miraron cabizbajos, como pidiendo disculpas, a pesar de que yo tenía la culpa. Le dediqué una sonrisa rápida y seguí corriendo.
Pese a todo, llegué tarde a la oficina. Soy un hombre de negocios y trabajo para una firma de contratistas y economistas. Mi carrera, aunque breve, ha sido exitosa. Mis primeras especulaciones financieras fueron rotundas. Mis análisis, oportunos y, milagrosamente, casi exactos. Cuando mis superiores desestimaron mis consejos terminamos con pérdidas considerables, tanto económicas como en nuestra cartera de clientes. Esa cadena de actos, desafortunados para algunos y afortunados para mí, terminaron por llevarme rápidamente a la cúspide. «Ese es el hombre importante» murmuró alguien al verme entrar en la sala de conferencias. Cuando escucho frases como esas realmente no sé qué pensar.
—Por favor disculpen mi atraso. Intenté llegar a tiempo, pero ya conocen la ciudad.
Todos sonrieron. Se levantaron temprano, desayunaron rápido y llegaron al menos quince minutos antes para finalmente tener que esperarme a mí, que llegué veinte minutos tarde; aun así, todos me sonrieron. Seguro ardían por dentro, pero me sonrieron. «Soy el hombre importante». ¿Qué otra cosa podían hacer?
La reunión fue un éxito. Un verdadero fastidio, pero al menos cerramos un nuevo contrato. Algunos bolsillos estarán felices por los resultados de ese montaje.
Apenas se fueron nuestros invitados, que ahora son nuestros nuevos socios, mi jefe me llamó a su despacho, me dio unas palmaditas aprobatorias en la espalda y dijo: «esto hay que celebrarlo». Suele ser muy entusiasta cuando encuentra excusas para abrir una botella. Pasado el mediodía, salimos a comer con todos los miembros de mi equipo a un restaurante cercano. Acompañamos la finísima comida con un vino añejado y con graciosas anécdotas sobre aquellos que no estaban presentes. En medio de la conversación, vi por la ventana a la anciana vendedora, quien seguía en el mismo lugar. Por lo que pude apreciar, había vendido la mayoría de los productos, pero aún le quedaban bastantes pastelitos. Seguro que no se iría hasta venderlos todos.
—¿Qué pasa Enrique? ¿Estás mirando a alguna chiquilla guapa?— la pregunta me tomó por sorpresa
—No, estaba viendo a la vendedora de enfrente.
—¡Uff! Que molestia ¿No creen? Deberían sacarlos de ahí, que no hacen más que estorbar.
La mayoría respondió de forma aprobatoria. Lo que vino después fue un cruce de palabras lamentable , en el que todos parecían sacar lo peor de sí. Los conozco hace bastante tiempo y sé que son buena gente, pero en ese momento hablaban con tanto desprecio de los vendedores y de los indigentes que suelen pedir dinero por la zona, que no los reconocía.
—A mí no me molesta —dijo Anastasia, mi secretaria —es más, a veces les compro a ellos el desayuno.
Me alegró saber que al menos una del grupo no se dejó arrastrar por la bola de nieve de burlas y menosprecio. Yo no podía dejar de pensar en qué dirían si aprovechaba el momento para contarles que hace algunos años, mi madre y yo vendíamos en la misma esquina. Ahora me tratan como alguien superior, porque la jerarquía de la empresa así lo dispuso, pero para llegar a esto tuve que estudiar, y para estudiar necesitaba un dineral, cosa que mis padres no tenían. La universidad estaba fuera de mis posibilidades. Mi madre, hábil cocinera, decidió que si vendía algunos pasteles, tal vez podría matricularme y luego “ya veríamos”. Por mucho tiempo nos levantamos a las cinco de la mañana, preparábamos el carrito con los pasteles y nos poníamos en el camino de los potenciales compradores. Ahora me ven de camisa y corbata y creen que… ni siquiera sé que creen.
Estaba esperando el momento para tomar la palabra, cuando curiosamente recordé una simpática historia bíblica que me contó mi abuelo. Una de esas que no hablan de amor, precisamente, y que resultan hasta entretenidas. Moisés, un líder de renombre para los hebreos, estuvo cuarenta días en un monte hablando con Dios, pidiéndole que ayudara al pueblo. Bajó de allí con dos tablas de piedra que contenían lo que conocemos como los diez mandamientos, pero cuando llegó abajo descubrió que, en su ausencia, el pueblo se había, digamos, portado mal, muy mal. Claro, se demoró tanto que pensaron que se había muerto, por lo que juntaron las joyas que habían sacado de Egipto, las fundieron y se hicieron un nuevo dios con forma de animal. Moisés se enojó tanto, que destruyó las tablas, hizo fundir la estatua, mezcló el oro con agua y obligó al pueblo a bebérsela. ¡Tremenda idea! Salí sin decir nada, crucé la calle hacia donde estaba la vendedora y le compré todos los pastelitos que le quedaban. «Y pobre del que no quiera comer». Dominado todavía por el enojo, me encontré con los ojos de la anciana, brillantes de gratitud, y no pude evitar proyectar a mi madre en ella. Impulsivamente la abracé. Estaba confusa al principio, pero luego se deshizo en lágrimas y yo tampoco pude contenerme. Sentía vergüenza ajena y pena por todo lo que había tenido que escuchar de ella por boca de mis “exitosos” colegas. Ellos me miraban boquiabiertos. Anastasia salió y se unió al abrazo. Esta chica es una caja de sorpresas.
Cuando volvimos a nuestra mesa, me senté en silencio. Nadie dijo nada. Ya nadie me sonreía. Traté de hacer contacto visual, pero me esquivaban la mirada. Entonces puse los paquetes sobre la mesa.
—Vamos, alégrense, que les he traído el postre.
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