Ya 9:15. Lo que significa que perderé $20 por llegar tarde. En la ciudad uno aprende que el tiempo es reticaro. La mera verdad, no pagar es lo mismo que cobrar. Por suerte ya estoy cerquita. Camino a punto de correr y esquivo a los demás que han d’ir a otros lugares en los que también así les cobran.
Los camiones están llenísimos, la gente se cuelga de las puertas y hasta de las placas. Otros, a penitas miran una d’esas manchas amarillas comienzan a brincar, chiflar, y a mover los brazos con la esperanza del ya vencido, pero no hay dios que escuche. Los taxis van ocupados. Solo queda mentar madres y seguir corriendo.
A estas horas, la desesperación y el olor a perro correteado nos abre la mismísima puerta al infierno y nos convierte en nuestra propia imagen del chamuco que se va contagiando como sida en pueblo. Mejor no hablar con nadie, y cuidar la cartera.
Las mujeres, lo tratan a uno con la punta del pie. Claro, como ellas tienen puestos en empresas fifís, nos ven pa’bajo y cuando se les alteran los nervios bien tantito, sálvese quién pueda. Lo aplastan a uno bien feo, le pasan las manos por donde su antojo les manda y lo comen con miradas abusivas. Lo bueno que yo voy acá viendo todo de lejitos.
Por fin llego a la puerta, y husmeo en mis bolsillos buscando las llaves. Giran fácilmente, y como siempre, batallo al empujar la enorme puerta. Los patrones siempre entran en coche y abren el portón con un botón, no han de tener idea de lo bien pesadísima que está esta entrada. Atravieso el jardín y rodeo la casa para entrar por la puerta de servicio. Finalmente en la cocina, el reloj marca las 9:20. $20 menos serán.
– Buenos días Rufino. – Me dice amablemente el señor Mendez a aún en pijama y mientras le sirve café en un termo a su esposa.
Clarissa Mendez es la señora de la casa, pero fuera de ella, es una poderosa mujer de negocios. Presidenta de no sé que banco a nivel nacional. Todas las mujeres quieren ser ella.
La señora Mendez entra a la cocina en friega, mirando su reloj. Abraza a su esposo, le agradece el café, toma las llaves de su camioneta, y sale al jardín. Debe tener una junta. Antes me molestaba que no me saludara. Pensaba que se creía mucha cosa. Ahora entiendo que no nota mi presencia si quiera. Esta sumergida en pensamientos, probablemente guiones, incluso matemáticas y sabe qué más. Me sorprende como le da el tiempo y espacio a su esposo. Muchos hombres envidiarían eso. Sé que yo lo hago. Hay pocas mujeres así de decentes.
El señor Mendez sube a su cuarto, y yo comienzo a fregar los platos de la noche anterior. Pienso en mi pueblo. En las razones que me trajeron a la ciudad. Mis padres me casaron cuando tenía 15 con una señora carnicera, a la que le tenía terror. Tuvimos de a fuerzas a dos chamacos. Yo los cuidaba, les hacía la comida, los aseaba. Ella ni gracias, ni pío me decía. Namás escuchaba como les decía a mis niños todo lo que no iban a lograr por tener un chile entre las patas. Lo torpes que somos los hombres y lo mucho que nos dejamos llevar por nuestras emociones. Yo la mera verdad, pus no aguanté ver como trataba a mis morritos. Una noche mientras ella se iba a nunca supe dónde, agarré un morralito y sus manitas. Y me hice pa’ca a la ciudad.
Encontrar chamba en una casa de’stas cuesta trabajo del bueno. Como con todo, se empieza desde mero abajo y conociendo el hambre. Se topa con señoras solteras abusivas y se sobrevive a los acosos, y es que no hay d’otra. Pero, poco a poco, uno se hace fama por lo sabrozona que es la comida de pueblo y todos los trucos que se trae uno bajo la manga.
Un día en la casa donde trabajaba, el señor invitó a sus amigos a jugar cartas y pus a mi me pidieron que cocinara para que no se les escuchara la barriga a los invitados. Pero como diario pasa, el señor Mendez terminó disculpándose porque disque tenía qu’ir al baño, pero que «por error» encuentra la cocina y que sin querer queriendo me termina ofreciendo más dinerito del que estoy ganando pa trabajar en su casa y un otro dinerito más por no decirle al señor a dónde me jalo. Pero la verdad que por más que le haga uno, en mundos tan chiquitos, siempre se termina sabiendo, y al pobre señor Medina le llamaron de todo. Perro, zorro y zuripanto.
Termino de lavar trastes y comienzo a cocinar. Ya me dan el menú hecho para la semana, ora toca pechuga de pollo con mole, arroz rojo y agua de papaya. Comienzo a trabajar. A veces pasa Mario, el que hace el aseo, y me viene disque a ayudar pero yo sé que quiere aprender el oficio. Mario tiene una esposa que también es una chulada de mujer a decir verdad. Trabaja de taxi y le va muy bien a la condenada. Casi para mantener a su familia namás con eso. Pero Mario insiste en aportar, dice que si se puede estar aunque sea un poquito mejor, ¿por qué no estarlo? y tiene la boca llena de razón.
Termino la comida con ayuda de Mario y pongo la mesa. Creo que el señor Mendez se da cuenta que ya terminé a través de las cámaras, y viene a darme las gracias, pagarme y despedirse. A veces, como hoy, finge bien buena onda que no se me ha hecho tarde y namás me recuerda que a más tardar a las 9:15 mañana.
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