Todas las grandes ciudades del mundo se encuentran plagadas de cárceles que albergan una enorme cantidad de condenados. La ciudad autónoma de Buenos Aires no es su excepción, cuenta con ellas y miles de sus habitantes naturales.
Yo soy uno de ellos, seguramente te preguntaras ¿Por que me condenaron?. Si me permites me sera mas fácil explicártelo apelando a una de las frases de un prócer argentino, el Gral Don José de San Martín: «Serás lo que debas ser o no seras nada», y yo fui nada.
Aquí desde mi celda veo pasar la vida, en ocasiones pienso intensamente en escapar, pero ya estoy viejo y seguramente cualquier intento se convertiría en un fracaso, y ya de ellos cuento muchos en mi haber.
De niño el destino me alertó que la escuela debería ser mi segundo hogar, pero no me advirtió que de no ser así este lo seria, o tal vez si pero decidí no escuchar.
No estoy solo tengo compañeros, a mi lado y más allá de ambos lados. Apenas hablo con ellos, solamente cuando se acercan en busca de yerba, aspirinas, azúcar o cigarrillos. Algunos son tan jóvenes que no puedo evitar preguntarme: ¿Por qué no intentan escapar?. No tenemos permitido dormir, si bien nunca he sido maltratado físicamente, en algunas ocasiones algún que otro trasnochado lo ha hecho psicológicamente.
Carlos ocupa la celda enfrentada a la mía, es una veintena de años más joven que yo, aun así el es un viejo reo acostumbrado a vivir condenado. Su largas anécdotas por el paso de otras cárceles acorta las horas nocturnas, y la suma de ellas acorta nuestra condena. El es un hombre tosco, básico, suele tragarse las «s» y aun no he podido convencerlo de que no se dice «Aiga». Nació libre en el Chaco, una provincia muy pobre, de la cual había logrado escapar. Se casó muy joven, su esposa víctima de una traicionera enfermedad, lo privó de su compañía, pero lo compensó con tres hermosas niñas.
Aquel hombre compañero de condena, poco a poco se ganó mi respeto transitando el camino rumbo a una férrea amistad. Como no sabe de nada, y de todo sabe un poco nuestras charlas son muy variadas y amenas. Producto de sus supuestos problemas estomacales, es un eructador compulsivo, al cual yo suelo reprender calificándolo de mal educado y asqueroso. El tratando de dominar la mueca de una risotada, argumenta: – Que quiere, que se me rompa una tripa, -provocando muy a mi pesar la risa de ambos. Por mi parte yo le expreso mi diagnóstico: -Estoy convencido que dentro suyo parasita un enano de monótona expresión.- el cual él acepta orgulloso como si el pequeño parásito fuera su hijo. Carlos se esfuerza por que yo mantenga un diálogo con él , a lo cual yo me niego rotundamente, argumentando que el susodicho aún no ha podido superar el aprendizaje de la primera vocal, aaahhh (sonido de eructo) lo cual demuestra que el pequeño es mas analfabeto que él.
Carlos y yo somos como el agua y el aceite, podemos encontrarnos en un mismo recipiente pero jamas nos mezclaremos. Él es un acérrimo defensor y creyente de los mitos, yo todo lo contrario, me declaro un desmitificador de ellos, tanto de los urbanos como de los rurales. El paradigma de sus creencias abarca desde la «luz mala» hasta aquel mito urbano que hace alusión a un hombre poseedor de una pitón como mascota. «Alertados por su vecina, la policía ingresó a la casa de su vecino, encontrándose con que el hombre había sido ingerido por la serpiente». La noticia llegó a un magazine televisivo, en el cual entrevistaron a la Sra Machus, vecina del óbito y al Dr Lebrascu especialista en este tipo de reptiles. Su vecina se preguntaba lamentándose: ¿¡como pudo haberlo devorado!, si aquel animalito era tan cariñoso que se estiraba en señal de regocijo cuando su amo se acostaba en el suelo junto a ella? Ante el interrogante el especialista reveló que aquella había sido una interpretación errónea de los hechos. Que en realidad guiada por su instinto, la serpiente diariamente establecía una medición comparativa con su amo y que al alcanzar la longitud adecuada para asimilar el alimento procedió a comérselo.
Esta contraposición de personalidades nos convierte en la pareja ideal para devorar al igual que la pitón hiciera con su amo las extensas horas nocturnas. Compartimos el frío, el calor, el hambre, la falta de cigarrillos pero principalmente la ausencia de libertad.
Al avanzar las horas nocturnas, la soledad ingresa en mi celda, en esos momentos suelo divagar acerca de la libertad, sobre su extensión, su elasticidad, y sus límites. Para mi la libertad ha sido siempre «Hasta acá» extendiéndose desde un «Podes salir a jugar pero no bajes de la vereda» hasta «Tus derechos terminan donde empiezan los de los demás». Extraña libertad con límites, límites que se expanden pero también pueden contraerse drasticamente y generalmente así los experimentaba en mi vida. Me siento mínimamente libre y extremadamente cautivo, al cumplir mi condena tendré 15 años más, pero no pierdo las esperanzas de ser libre, con ello sueño y mientras tanto escribo para serlo.
Perdón, que descortés he sido, aun no me he presentado: Me llamo Sergio Ladorvigi, he pasado muchos años tras este escritorio ubicado en el hall de entrada de este edificio de familias. Todas las noches observo a través de la puerta vidriada pasar la vida y también a mi colega compañero de esta cárcel sin rejas ni barrotes, Carlos el guardia nocturno de seguridad del edificio de enfrente.
A mis 65 años me jubilaré y al fin completare la condena de aquellos que no conseguimos trabajar de lo que nos gustaría, pero al hacerlo me mudare a una casita frente al mar y finalmente libre, desde ahí les seguiré escribiendo.
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