Me sobresalta el pitido del teléfono de mesa de la oficina, ahora que estaba concentrado.

Descuelgo y oigo una vocecita chillona, con un tono impertinente:

—¿Quién eres?

“No, ¿quién eres tú, maleducada?”, pienso, antes de contestar:

—Juan, el que tiene esta extensión desde hace dos años.

—Ah, es que te oía raro —dice la vocecilla chillona—.

Enseguida pongo cara a ese timbre de voz altamente desagradable. Es una de esas poquísimas persona a las que detesto, porque soy de los que intento empatizar en general, y en el trabajo en concreto. Siempre que tenga un buen día, claro. Hoy no lo tengo, al parecer. Del más pelma, pienso que no tiene nadie más que lo escuche, de la que habla solo de sí misma sin escuchar un segundo, pienso que tiene una necesidad imperiosa de hacerse oír porque de pequeña siempre pasaba desapercibida, de aquel que solo quiere demostrar lo mucho que sabe, pienso que es porque no tiene nada más que mostrar dado su físico poco agraciado.

Pero esta mujer, cercana a los sesenta, es un espécimen posiblemente en vías de extinción, como lo están las vetustas empresas en las que las personas antes hacían carrera: nacían, crecían, se reproducían y morían dentro. Del subgénero de empleado que se erige como dueño y señor de su particular cortijo. Y dentro de esos, de la categoría de los que son alfombrillas para jefes y cargos directivos, y desagradables y soberbios con los que creen que están por debajo.

Ahora te requiere a su particular trono, su despacho, para hablar contigo de un tema urgentísimo.

—Sí, sí, ahora voy —le digo con desgana—.

Vocecita chillona prácticamente me cuelga.

Dejo pasar unos largos minutos para hacerla esperar: yo también tengo mi orgullo. Pero finalmente tengo que ir al despacho de Vocecita Chillona, no queda otra.

Recorro los pasillos de ese laberinto de puertas y pasillos, escenario perfecto para un thriller, pienso muchas veces.

Finalmente llego a una puerta, llamo, pero entro sin esperar respuesta.

Vocecita Chillona está detrás de su mesa, con las gafas en la punta de la nariz, que no logran tapar unos ojillos diminutos y mezquinos —esto es de mi particular cosecha de un mal día como hoy—.

—Perdona, me pillas liadísima —me chilla— mientras teclea un whatsapp en su móvil.
—Es que a mi hija le han suspendido un examen de la universidad, y no lo entiendo. Me está mandado el email del profesor y le vamos a poner una reclamación hoy mismo —sigue chillando— sin mirarme si quiera ni percatarse de que no me importa nada su hija, su examen ni su profesor.

Al cabo de cinco minutos esperando a que me conceda audiencia, se quita las gafas, para mostrarme sus ojos en todo su esplendor, y me dice:

—Verás, es que tenemos sospechas de que alguien de tu equipo se está llevando información confidencial.

Mi cara perpleja no deja lugar a dudas.

—¿Qué te hace pensar eso? —solo acierto a decir, alucinado.

—Porque alguien de la competencia está haciendo algo exactamente igual a lo nuestro.

Lo nuestro es tan original como producir y comercializar bollería industrial de todo tipo. Alto secreto.

—Pero, ¿qué es exactamente lo que están haciendo?

—Pues en concreto, las últimas galletas con caras personalizadas que empezamos a comercializar el año pasado.

—Pero eso lo habrán visto ya en la tienda online.

—Sí, pero el sistema de venta es el mismo.

Está claro que esta mujer se aburre. Le sobra el tiempo o tiene que justificar su puesto de trabajo. De aquí no hay nada donde rascar.

—Bueno —le digo dándome la vuelta—. Voy a preguntar si alguien que se encarga de la página web le ha enseñado el formato interno a alguien más —una estupidez como otra cualquiera, porque nadie va a confesar—.

Salgo de allí y vuelvo a mi escritorio. Mi vena creativa, que es mi particular artillería, empieza a trabajar. Creo que voy a proponer sacar al mercado unas galletas con forma de ojos: y mi propuesta de diseño estará basada en los ojillos de Vocecita Chillona.

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