Es hora de despedirnos, Vicuña

Es hora de despedirnos, Vicuña

Ismael Bone

27/03/2019

Azotas la puerta. Tiemblas. Tomas un bolígrafo para tranquilizarte. Lo manoseas, lo muerdes. Garabateas. Primero sobre facturas, luego sobre el teclado, luego sobre el escritorio. Tu mente por colapsar te desafía. Punto a punto formas una galaxia. Te entregas a esa inmensidad cósmica como a una meditación, dejando la oficina, el edificio, la ciudad, el mundo, años luz atrás.

Imaginas. Hace mucho que no lo hacías.

Tus neuronas entretejen tu propio universo. Se parece al de tu protector de pantalla. Surcas materia, dimensiones, colores. Tu afición por la astronomía te interna en aquel caos hasta que te cansas y eliges un poco de orden, una coordenada, un planeta. Es habitable, claro, y te conformas con que mantenga la complejidad de tus referencias. Decides que es otra Tierra. La nombras Tierra 2.

La nueva atmósfera se sincroniza con tu sensorialidad. Suspiras. Te sitúas en un acantilado diez veces más majestuoso que el del óleo falso de la Dirección General. El océano tornasol está inquieto; en el cielo rotan tres lunas. Pasos atrás de la orilla te espera tu casa, inserta en un gigantesco tronco de secuoya, al puro estilo de bosque fantástico. Al interior, tu audacia arquitectónica ha logrado un collage de estilos que hasta los gerentes envidiarían.

Manejas a capricho tiempo, espacio, energía, y sus leyes; sacias tus necesidades por prioridad. En fin, te apropias de las materializaciones, así como de los mecanismos de funcionalidad de Tierra 2 hasta que decides interactuar con alguien. Evitas que sea otro ser humano.

Abres la puerta. Ahí la tienes, a tu vicuña, a esa ternura inspirada en el llavero que una de las secretarias te trajo de Los Andes de Tierra 1. Hasta el momento es tu creación más prometedora. Sin mayor ceremonia la nombras Vicuña, le concedes la posibilidad del habla, y ella se muestra de acuerdo. Muy cortés te sigue a tu casa; muy sorprendida elogia tu gusto decorativo; muy familiar, se instala. Logras construir amistad entre tú y tu creación, en aquella realidad.

Idean en conjunto la bebida alcohólica de Tierra 2.

Brindan.

Vicuña por ti.

Tú por el grado de dificultad en tu manipulación de lo subjetivo. De haberlo hecho en Tierra 1, te lamentas, habrías tenido el valor de dejar tu empleo. Y añades una ironía: condensaste todo tu mundo primigenio en un cubo llamado oficina.

Charlan ante las maravillas sonoras del acantilado, bajo fenómenos equivalentes a auroras boreales. Esta magia audiovisual, sin embargo, te provoca una descarga neuronal inadecuada cuando interfiere el recuerdo de la cancelación de tus vacaciones en Tierra 1, debido a la sobrecarga de trabajo. De pronto, en consecuencia, abres un hoyo a un lado de la secuoya. Vicuña te pide que esperes mientras se asoma para medir el peligro. Dice que al fondo hay cosas aterradoras, buscan salir y te las describe. Tú deduces que son cuerpos a tu imagen, traslúcidos, deformados y narcotizados por cifras monetarias.

El miedo te baña, pues adviertes que te es imposible eliminar a ese hoyo.

Se alejan.

Vicuña ayuda. Tu casa ayuda. La combinación aromática-musical que diseñaste, ayuda. Te engañas al buscar un bolígrafo para vaciarte con él de los burbujeos de tu descontrol. Sabes que ahí nunca creaste una oficina.

Decides rendirte. Tierra 2 ya no es lo mismo con ese hoyo.

Te las ingenias para emborrachar a Vicuña. Cantas a lo largo y a lo ancho de las entrañas acogedoras de la secuoya. Procuras que la euforia selle tus lagrimales. Brindas, brindas, brindan.

Es hora de despedirnos, Vicuña, dices.

Ja.

Ja, ja.

Ja, ja, ja.

Estas eclosiones aturden a Vicuña. No sabe si retorcerse, como tú. Mareada, sirve otros tragos.

Alegas: Despedirnos. ¿Entiendes? Tú y yo y Tierra 2 nos despedimos. ¡Despedir! Yo despido, tú despides, nosotros nos despedimos, ellos nos despiden…

Ja.

Ja, ja.

Ja, ja, ja.

Estrellas el jarro al piso. Hay añicos por todos lados. Te disparas hacia el filo del hoyo, donde sientes tu boca escocida por sal aglutinada, equivalente a la suma de salarios por tu renuncia a estudiar astronomía. Vomitas: ellos nos despiden, ellos nos despiden, ellos nos despiden, ¿entiendes?, ¡¿entiendes?!

Sabes que no, que la pobre vicuña no te entiende y, aunque estuviera en condiciones, ignoraría la referencia de tu verborrea.

Terminas por fastidiar al aire.

A Vicuña nada le importa más que tú. Avanza hacía donde la ignoras, procurando sobriedad. Te coloca en su lomo afelpado para regresarte a casa, a resguardarte del ventarrón. Aún aturdida, asegura la puerta.

El estremecimiento de la secuoya indica la fuerza que ha tomado el fenómeno exterior, un tornado. Diseñaste este árbol gigante para soportar las peores inclemencias climáticas, mas no para la amenaza que ha comenzado a cuartear tu pecho.

Es hora de despedirnos, Vicuña, repites.

Esta frase suena como uno de los extraños sonidos del espacio porque ahora tienes la certeza de que lo que sigue es una violenta destrucción.

Abres los brazos.

Vicuña mueve su pequeña cabeza. Está acorralada entre el tornado y tu transfiguración. Paralizada, es testigo de cómo te conviertes en uno de los seres del hoyo. Jamás comprenderá que el torbellino que descarga tu corazón se originó con tu firma, no la de tu carta de despido a meses de tu jubilación, sino con la que traspasaste el papel de tu contrato indefinido.

Alcanzas a ver su reacción, cómo se abalanza a corresponder a tu abrazo, o eso crees.

Pero te embiste.

A gran velocidad cruzas galaxias. Tus células apenas pueden mantenerte en unidad.

Gritas.

Así, con los ojos cerrados, eres un goteo sentimental.

Con esfuerzo levantas los párpados. Sigues en Tierra 1. Tienes náuseas. El tornado todavía tiene dominio de tu mano. Has destruido el bolígrafo…

Te sujeta el personal de seguridad, quien, aseguras a grito vivo, también será desalojado como tú, a su tiempo.

Volteas por última vez a tu oficina. Ahí está Vicuña, con sus ojos ebrios.

Entonces le guiñas: Está bien, está bien, viajemos a Los Andes.

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