El trabajo de un creativo publicitario consiste en transitar entre altozanos y valles: entre poco y ningún trabajo. Así, uno tiene tiempo de pensar con tranquilidad la mejor idea, sopesar los distintos caminos para afrontar la petición de un cliente y relajarse esperando que las musas se aparezcan y la creatividad fluya. O al menos es lo que nos gustaría a los que nos dedicamos a esto, pero no pasa. Por el contrario, el día acostumbra a fluir entre el «lo necesito en cinco minutos» y el «hace cinco minutos que lo necesito». Pero aquel era uno de esos días en los que los astros se habían alineado para permitirme estar tranquilo frente al ordenador, pudiendo imprimir cariño en cada palabra de un texto que requería un cliente menor.
Pero como siempre pasa esos días, escuché las pisadas de mi jefa acercándose por mi espalda. Era un mujer esbelta de rostro aquilino y dedos largos y huesudos. Tenía un carácter cálido y su hablar lánguido siempre quitaba urgencia a todo lo que pedía, pero forzaba un tono algo más frío y distante para reafirmarse como cargo superior. Una de sus largas uñas me picó el hombro.
—Lo tienes, ¿verdad? La reunión es a las doce.
—Claro —dije sin tener ni idea de a qué se refería, intimidado por su gesto más inquisitivo de lo normal—, solo quiero pulir unos detalles.
—Bien, bien. Muy bien.
Tenía la costumbre de repetir tres veces los adverbios cuando algo le inquietaba. Un «Bien, bien. Muy bien.» significaba que la cosa iba mal, pero tenía una cosa menos de la que preocuparse. Solo había un problema: nada estaba bien.
Me puse a revisar todos los correos en busca del encargo perdido. Todos estaban abiertos, leídos y contestados, sin atisbo alguno de trabajo pendiente hasta que lo encontré. Un gran cliente necesitaba una gran idea para una gran campaña. Tenía entendido que la fecha de la presentación era semanas más tarde, pero en ese momento no tenía tiempo de pensar por qué lo había apuntado mal, simplemente debía encontrar un concepto.
Lo paradójico de las grandes ideas es que suelen venir cuando no las necesitas. Quizá sí cuando las necesitas, pero desde luego no cuando quieres que aparezcan. Al tener poco tiempo, una forma de ser eficiente es descartando caminos que no llevan a ningún lugar, callejones sin salida de la creatividad. Sin embargo, el estrés no es un buen compañero de juegos. Basta con decir «no pienses en elefantes» para que una manada de esos enormes mamíferos grises avasalle tu mente sin piedad. Pasé un buen rato evitando ideas relacionadas con conceptos que comunicaban ideas diametralmente opuestas de lo que necesitaba. Podía querer hablar de seriedad y cruzaba mi mente un circo de malabaristas funámbulos vestidos con trajes estrambóticos; quería hablar de simplicidad y venía a mi mente Ícaro siendo perseguido por el Minotauro en el laberinto de Creta. Nada salía como tenía que salir.
Empezaron los sudores fríos en pleno diciembre. Veía a mis lados a compañeros tecleando con los brazos apoyados en las costillas intentando evitar el frío mientras yo me desvestía con la frente perlada y la taquicardia propia del personaje principal de una película de terror. Miraba el reloj cada treinta segundos, pero cada vez que lo veía habían pasado cinco minutos. Observaba a mi jefa en su despacho de pie, hablando por el móvil nerviosa, como ultimando los detalles de esa presentación. El peso del mundo se me echó encima y, mientras maquetaba una presentación vacía de contenido, todos los nervios que llevaba dentro de mí decidieron salir y abrieron la puerta para otra parte de mí. Fui al baño velozmente para evitar un estropicio y lo conseguí, pero estaba perdiendo un tiempo valiosísimo hasta que, de pronto, vino el eureka. Se apareció delante de mí como una revelación, como una epifanía creativa que suponía mi salvación.
Tras casi dos horas siendo como Sísifo cargando con una roca de creatividad deficiente, conseguí la idea que necesitaba. Lo curioso de las grandes ideas es que necesitan compararse con otras para ver que realmente son grandes. Por buenas que sean al principio, conforme se trabajan se destruyen y se caen, revelan sus defectos e imperfecciones y acaban siendo descartadas. Pero esa vez no, esa idea tenía que conservar su magnitud impertérrita o yo tendría un problema.
Terminé la presentación con el teclado a rebosar de sangre y lágrimas. Apenas me quedaban uñas que morder ni líquidos que sudar. Mis pulsaciones por minuto podrían haber sido el ritmo de un festival de french core. Pero lo había conseguido, estaba terminado.
Mi jefa salió del despacho, reunió a los asistentes y me hizo pasar a la sala. Conecté el portátil, accedí al archivo de la presentación y la proyecté en la pantalla. Entonces, la cara de mi jefa se contrajo como si tuviera un agujero de gusano en el centro que estuviera absorbiendo el resto de su rostro.
—¿Qué es esto? —preguntó ella.
—¿Cómo?
—Que has puesto otra presentación, pon la de Cliente —por ponerle un nombre que respete su confidencialidad—. Y tiene que estar perfecta, sabes que esta cuenta pende de un hilo.
En ese momento mi mente se convirtió en un noray que ataba los cabos de cien galeones un día de tormenta y todo cobró sentido. Colapsé por completo y me quedé en silencio. Mis músculos dejaron de funcionar y tuve que sentarme. Mi jefa entendió mi mirada bovina, perdida y rezumando defunción.
—No… —respondió ella hablando despacio, con la voz tranquila.
—Sí —respondí yo todo lo alto que pude, apenas susurrando.
—No… —repitió ella exhausta, decepcionada y conteniendo la ira y los nervios.
Después de aquello, al igual que aquel cliente, no volví a pisar esa agencia.
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