Llevaba mucho rato esperando que el timbre del despertador rompiera el silencio. Por enésima vez miró la esfera reflectante, las saetas se movían tan lentamente que creyó que el tiempo se había detenido. Finalmente, optó por levantarse. Tan pronto puso los pies en el suelo recordó que la noche anterior, antes de meterse en la cama, había dado cuerda al reloj y, conscientemente, omitió conectar la alarma, ¿Por qué iba a ponerla? Al día siguiente, su vida cambiaba. A partir de entonces, no necesitaría que el familiar sonido de la campanilla le advirtiera de un nuevo día. Escuchó los suaves ronquidos y la relajada respiración de su compañera. Protegido por la penumbra, meditabundo, arrastró los pies por el enlosado de la habitación. No debía molestarla.
Fue a la sala. Subió la persiana y se asomó por la ventana, el inmenso mar le devolvió la mirada. En la lejanía la esfera anaranjada irrumpía en el cielo azul salpicado de níveas pinceladas. No sintió la emoción que, generalmente, el amanecer le provocaba. No. Ninguna sensación especial. Bueno, quizás una que calificó de hastío. Su mirada, buscaba consuelo. Retuvo sus ojos en el rincón de la habitación. Allí, relegado, su viejo maletín evidenciaba la tragedia.
Volvió al dormitorio. Ella seguía dormida. Tranquila, ajena a sus inquietudes, a su insufrible desconsuelo. Tan pronto ese pensamiento brotó en su cerebro, sintió una punzada de remordimiento. Sigilosamente se adentró en el cuarto de baño, necesitaba una ducha, una ducha revitalizante.
El efecto del agua no había sido suficiente para calmar su congoja. Fue a la cocina y se preparó un café bien cargado. Titubeante se encaminó al jardín. Con la taza en la mano deambuló por la rosaleda. El conjunto de flores y sus colores; amarillo, rosa, rojo, blanco, naranja… le dieron los buenos días, él ni se inmutó ante la belleza cromática. Indolente siguió caminando, sus pasos le llevaron ante su preferida; la Queen Elizabeth. La exquisitez de la flor siempre le maravillaba, pero aquel día la miró sin ninguna emoción. Dejó la taza sobre la mesa del jardín. Encendió un cigarrillo y continuó paseando por el patio. Se olvidó del café. Su mente, obstruida, inquieta por su nueva situación le mantenía ajeno a su presente, su cerebro maquinaba alternativas entre el reconocible pasado y el incierto futuro. Aquel día… si, aquel día era el primero de muchos. Sacudió la cabeza intentando borrar la desazón que le producían sus desalentados pensamientos. ¿Qué haría a partir de ahora? Volvió a preguntarse por enésima vez y, por supuesto, en su ofuscación, nuevamente no supo qué responder.
-¿Te caliento el café?
-Gracias, lo tomaré frío, debo ir acostumbrándome a nuevas rutinas –dijo intentando mostrar una sonrisa que sus labios esbozaron como una lastimera mueca aumentando en su rostro un gesto de tristeza. Su cerebro seguía, atrapado, con sus lamentaciones.
–A partir de ahora, empieza tu tiempo de júbilo –había dicho el gerente.
–¿Podré pasarme de vez en cuando por aquí? -preguntó, tímidamente con un hilo de voz, más que una pregunta sonó como una súplica.
-¡Por supuesto! siempre serás bienvenido. Pero, debes saborear tu bien ganado retiro.
-¡Un chin chín por el cambio! – exclamó ella sonriente y le cedió la taza tras chocar con su vaso de zumo de naranja. Él, maquinalmente cogió la taza.
La voz de su esposa le sacó de sus meditaciones. Sonrió, aquella mujer era la perfección personificada. Comprensiva y discreta, de carácter alegre y siempre pendiente de él. Resolutiva y cariñosa. Dispersaba sus inquietudes dándole a la vida un nuevo horizonte. ¡Qué suerte la suya!, se dijo, por haberse tropezado con ella. Sí, habían tropezado literalmente, de eso hacía más de cuarenta años, fue un choque frontal, sonrió ante su ocurrente reflexión. Efectivamente, él salía apresuradamente de la biblioteca. Acababa de recoger un volumen de investigación sobre las nuevas tecnologías aplicadas a la física cuántica. Abstraído abrió la puerta mientras iba hojeando el libro. Ella, entraba precipitadamente cargada con un voluminoso paquete que envolvía el cuadro que acababa de pintar y que la biblioteca añadiría a la exposición de jóvenes pintores.
En silencio, cada uno con su brebaje, pasearon por el jardín, ella respetaba el mutismo de su esposo, sabía lo afligido que estaba, era el primer día de su jubilación, una jubilación no deseada a pesar de haber sobrepasado con creces la edad reglamentaria. El responsable del departamento le había animado a tomar la decisión con elocuentes palabras y buenos consejos que, por descontado, no eran más, que un ultimátum encubierto. Él ya sabía que la empresa no podía mantener en plantilla a un nonagenario.
La palabra júbilo recalcada con tanta energía, a él le sonó a humillación. No, no era júbilo lo que él sentía, para él era senectud, rechazo… No sabía hacer nada, salvo trabajar. Había sido educado bajo el lema de Karl Marx “el trabajo dignifica al hombre”, estaba seguro de los beneficios del trabajo, la capacidad que el trabajo da para que el ser humano consiga gracias a él sentirse integrado en la sociedad, mejorando su autoestima y proyectando una imagen positiva de sí mismo ante los demás. Y ahora, le decían que ya no podría seguir ejerciendo aquella función. En que se iba a convertir ¿en un pensionista? Solo pensar esa palabra le provocaba efectos negativos; inseguridad, aislamiento, frustración… Él todavía tenía la suficiente capacidad mental y física para seguir desempeñando su trabajo.
<<Aquel “pero”, le pareció más un «no vuelvas», que una invitación a volver>>.
Echó el brazo sobre los hombros de su esposa y la atrajo hacia él, ella le miró con ternura, ambos se dedicaron una cómplice sonrisa. No debía ser tan egoísta, ¿Qué tiempo les quedaba para estar juntos? La vida no es imperecedera. Todos tenían razón, pensó. Debía cambiar su actitud. A partir de ahora debía tomarse la vida con júbilo. Empezar una nueva etapa. El retiro no lo debía contemplar como una desgracia, sino como una gran oportunidad. Una nueva etapa de su vida acababa de comenzar.
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