Árbol enano

ramas desarraigadas

generan savia

Al principio pensé que eran versitos de baja estofa, greguerías, ocurrencias extrañas de Jenny Peinado con las que nos pretendía sorprender a primera hora de la mañana. Todos los días al llegar a la oficina, teníamos un correo con el versito de la extravagante Jenny. He de reconocer que yo, la mayoría de las veces, lo borraba sin leerlo. Aquél día, sin embargo, llegué a la oficina más lúcido que de costumbre. Después de leerlo varias veces, me acerqué a su mesa y le dije que me había encantado su versito, pero que no lo entendía.

«Los haikus no se entienden, se perciben emocionalmente», me respondió llevándose la mano a sus gafitas redondas de alambre. Fue entonces, cuando me explicó que un haiku eran tres versos sin rima, de cinco, siete y cinco sílabas, respectivamente. Creo recordar que me dijo también, que era poesía originaria del Japón.

A pesar de todo eso, seguí sin comprender muy bien lo de las ramas desarraigadas que generaban savia. Pero, a los pocos días, volví a pensar en el haiku, porque hubiera jurado que mi bonsai artificial, junto al monitor, estaba algo más brillante e incluso había crecido un par de centímetros. No podía ser, pensé y no le di mayor importancia.

Jenny llevaba unos días rara, más perdida en sus pensamientos que de costumbre. Compartíamos la cuenta de un cliente y no había manera de que se centrara. Nuestro trabajo requería concentración, movíamos mucho dinero y cualquier movimiento erróneo podría derivar en grandes pérdidas para nuestros clientes y en fuertes penalizaciones para la empresa.

Sin embargo, Jenny estaba más preocupada por sus clases esotéricas, por las prácticas con la baraja del Tarot y por sus versitos japoneses. Cuando le recriminaba su falta de atención, ella siempre me decía: «calla, tontaco», con esa voz metálica que parecía emanar de las profundidades de una caverna. Su belleza salvaje, disimulada tras un flequillo asimétrico sobre unas gafitas a lo John Lennon, me dejaban sin respuesta posible.

Contando las sílabas del haiku, me vino a la cabeza aquella copa de Navidad, tres años atrás; el gordo, con tono patriarcal, cantándonos las cifras del cierre del año fiscal, el cava regando unas copas de plástico, los corchos de las botellas impactando en los fluorescentes y nuestra discreta huida, entre risas. Jenny y yo, acabamos en mi pisito de Lavapiés.

Recuerdo como si fuera hoy, que me hizo una infusión de ginseng y me introdujo en la boca dos pastillas de un azul eléctrico fosforito; ella se tomó otras dos. La encontré radiante, me sumergí en sus ojos efervescentes, verde pistacho. Nos desnudamos el uno al otro lentamente, retozamos en la cama como dos animales salvajes. Me abandoné a sus instintos. No me molestó en absoluto sentirme esclavo de una dominatrix, ni me importó que me diera besos de piraña, ni que mis rincones más recónditos fueran lamidos por su lengua azul. Ni siquiera me importó que tuviera pene, ni que, en realidad, se llamara Fernando.

Después, el baño de realidad. Jenny siempre fue demasiado libre para hipotecarse con alguien.

Un berrido del jefe, reclamando mi presencia, me sacó de mis recuerdos. Acudí a su despacho; allí estaba sentado, quitándose el sudor de la frente con un pañuelo de flores, rebosando las carnes por los laterales de su sillón de cuero y mascando chicle de hierbabuena.

—López, alguien ha hecho una cagada y muy gorda, ¿quién coño ha sido? —Me dijo con voz de ogro mientras me señalaba una operación fallida de varios miles de euros en su hoja excel. Mis ojos cobardes, no pudieron sostener la mirada de sus ojos de hielo.

—Ha sido esa bollera de Jenny Peinado, ¿no?, —Mi silencio, condenó a Jenny—

—Dile a esa piltrafa humana, que venga inmediatamente —me dijo, inflando su papada como un pez globo. Me sentí un cobarde. No pude encontrar una excusa para salvarla;

Cuando llegué a mi sitio, no estaba en su mesa; había ido al servicio. Me senté a esperarla, tenso. Miré al arbolito y esta vez ya no tuve dudas, el bonsai parecía una coliflor con un tallo de frutal. Seguro que algún malnacido me estaba gastando una broma, deduje. Al fin apareció por el pasillo, se desvió y entró en el despacho del jefe. Alguien la había avisado. Oí gritos y bufidos. Después la vi salir del despacho con la cara desencajada, mirando al suelo.

Al acercarse, se dirigió a mí y me dijo entre lágrimas:

—Me ha despedido; el muy cerdo dice que en esta agencia de bolsa no tienen cabida los maricones ni las bolleras, que ya sabía él que con tanto esoterismo y tanta cultura de mierda, terminaría por cagarla y hacer un movimiento erróneo que le haría perder pasta.

Maldije al gordo y la abracé con todas mis fuerzas. Lloramos los dos. Jenny, cubierta de lágrimas, empezó a recoger todas sus pertenencias en una caja de cartón. La foto de su padre, la del segundo premio de «drag queen» en el carnaval de Tenerife, un pintalabios, un espejo, una figura rara de la India con cabeza de elefante y una bola de cristal. Cuando terminó, se despidió con un adiós ahogado y desapareció por la puerta. Nadie apartó la vista de su pantalla.

A la mañana siguiente, llegué tarde a la oficina. No pude dormir. Había un gran revuelo. El gordo yacía en el suelo con los brazos en cruz y los ojos en blanco. Un reguero de espuma salía de su boca, como la lava de un volcán. Los del SAMUR golpeaban su pecho inútilmente. Al final desistieron y lo cubrieron con una manta térmica. Me aparté del tumulto y encendí el ordenador. Había un correo de Jenny, se despedía de todos y nos dejaba su último haiku:

Alma de buitre

corazón hibernado

deceso agrio

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Desvié la mirada de la pantalla y observé el bonsai. Le habían brotado varias manzanas rojas, del tamaño de una canica.

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