Una cabeza, un Luis

Una cabeza, un Luis

Christian Iraola

07/04/2019

Podía intuir cómo el suelo vibraría bajo sus pies en algunas horas, el día se perfilaba extrañamente caluroso pese a la temporada pero pasado el alba aún lo envolvía una brisa tempranera relativamente fresca trayendo con ella las fragancias ácidas de los nogales. Bouchon pellizcaba la rebanada de hojaldre relleno y escudriñaba con la mirada algún distraído pueblerino que traiga consigo una pinta de cerveza para arrebatársela con la misma prepotencia con la cual obtuvo aquel bollo.

«¡Muerte a Capeto!» escuchó gritar una vez más, la frase empezaba a hartarlo pero aquellas palabras brindaban una especie de salvoconducto al emisor, un blindaje legal y moral que ni el más intrépido abogado de París podía ofrecer durante la época del «terror».

La Revolución le importaba poco al joven y desfachatado Bouchon, siempre se identificó a sí mismo como un sobreviviente, un bravucón con cierta tendencia al avasallamiento sin que eso suponga que fuera un criminal sin escrúpulos. Su personalidad fue el resultado de los abusos que recibió en el pueblo de Arrás, trabajando en un molino de trigo desde los trece años, los rumores hablaban acerca de un robusto muchacho apuñalando a uno de sus capataces del norte para terminar su huida en los suburbios de París, el rumor no era cierto pero Bouchon sostenía aquellas habladurías con el mayor énfasis.

Terminó de comer y dejó momentáneamente su puesto para beber agua de la fuente, un pelotón de la Guardia Nacional le impidió regresar con prontitud y pudo apreciar a su empleador, su tío abuelo, parado justamente en el lugar donde se encontraba hacía pocos minutos – suerte la mía – pensó Bouchon al poder cruzar finalmente.

-Disculpe monsieur, unos guardias cruzaron el camino hacia la fu…

Un fuerte bofetón lo hizo caer de bruces sobre la tierra levantando una humareda, algunos curiosos detuvieron su andar para fisgonear con burla, dejando apreciar sus marrones dentaduras al momento de sonreír animosos, muecas idiotas y atontadas asomaban entre el gentío. Antes de que el circulo de plebe termine de cerrarse sobre los personajes decenas de parisinos dieron cuenta que el protagonista que se encontraba de pie era Charles Henri Sanson, el verdugo que en pocas horas daría muerte a quien era conocido hasta hace poco como Luis XVI. «¡¡¡Muerte a Capeto!!!» repitieron con histerismo como si la unión de sus cabezas con el cuello dependiera de su lealtad a la Convención Nacional en ese preciso instante. Sanson dejó un pesado saco en el suelo y emprendió el camino hacia la Plaza de la Revolución sin más preámbulo, Bouchon, algo avergonzado se fue incorporando a medida que recobraba algún atisbo de hidalguía, se colocó el saco sobre la espalda y dio prontamente alcance al verdugo, la muchedumbre le abrió paso, temerosa de haberse mofado del ayudante del famoso Charles Henri Sanson, precisamente aquel día.

La ejecución se llevaría a cabo a las diez de la mañana, Bouchon caminaba siempre detrás de Sanson y paso a paso encontraba las diferencias entre aquel día de ajusticiamiento popular con cualquier otro, se permitió indagar en sus pensamientos mientras observaba los gestos de aprensión de la gente, no era un día festivo esta vez. ¿La monarquía tenía en realidad carácter divino? Ésa era la cuestión dentro de la cabeza de todos… estaban mandando a su Rey a la guillotina, no a un miserable noble, la cabeza que rodaría era la de un señalado por Dios. ¿O no?

Al llegar a la Plaza de la Revolución sus recelos quedaron relegados a un segundo plano, se animó al recordar que al final del día le pagarían un «Luis de Oro», claro que aquella paga por un día de trabajo hubiera resultado impensada años atrás pero luego de la toma de la Bastilla los saqueos en toda Francia habían proliferado como parásitos en un cuerpo descompuesto al sol, casi todos tenían algún oro en los bolsillos, lo que había conllevado a un estado de devaluación del precario sistema monetario, el «Franco» asomaba en el horizonte y los «Luis de Oro» tenían los días contados, no antes de que el joven ayudante diera cuenta de su valor en comida y mujeres por cierto.

El barullo popular levantó algunos decibeles al ir la plebe percatándose de la presencia de Sanson en la Plaza, algunas voces anónimas indicaban ansiosas que la carreta de Luis Capeto había abandonado ya la prisión del Temple. Bouchon se percató de la transformación del populacho, en algún momento dudó que la metamorfosis se de, después de todo, el día era distinto… Pero se dio.

Rostros flemáticos masticando despreocupadamente pan negro iban tornándose de pronto hostiles, degenerados, lúdicos, el ambiente se iba inundando de un bramar que aceleraba la vibración debajo del suelo, el pulso general se acentuaba en ritmos frenéticos, a lo lejos, la guillotina se elevaba majestuosa sobre un cadalso exageradamente elevado debido a la ocasión.

Se colocó el sombrero de tres picos con listones azules, rojos y blancos, su labor ahora era asegurarse de que la hoja de acero haya sido debidamente afilada y constatar que el lastre de plomo se encuentre sobre la cuchilla. Histéricos aspavientos roncaron en el ambiente con el arribo del Rey minutos después.

Bouchon sentía desconcertado un temblor en sus rodillas y labios, no era la primera vez que asistía en una ejecución pero era la primera vez que sería mediante una guillotina, además que en esta ocasión ejecutarían a un Rey ¡por Dios santo! Las manos de Luis XVI fueron atadas a su espalda con su propio pañuelo, Bouchon cerró el cepo aprisionando su cabeza y escuchó el tenue sollozo de Capeto siendo diluido raudamente por el rugido de la muchedumbre, deseaba encontrarse ya trasladando el cuerpo decapitado a la iglesia de la Magdalena pero aún debía sacar la cabeza de la cesta y entregársela a su tío abuelo, era el momento de decidir si ésta era la ocupación que deseaba seguir, todos sabían que luego de Luis XVI rodarían muchas cabezas más y muchos «Luis de Oro» rodarían con ellas.

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