¡Viva mi trabajo!

¡Viva mi trabajo!

Serafín Cruz

16/03/2019


Hace un par de años reuní tantos requisitos como necesitaba para ser uno más de los españoles que engrosan la lista de los jubilados. Aún me sentía —me siento— joven, aunque cierto es que ya no con la misma habilidad, empeño, afán, ilusión y ganas de hace unos años. El día que supuso el antes y el después de mi vida laboral, me despedí de mis compañeros de trabajo con el firme convencimiento de no volver a pisar nunca más la fábrica que, durante cuarenta y tres largos años, me hizo pagar con mares de sudores diez horas diarias de mi vida.

Y llegó, por fin, mi primer acto gozoso: desconectar la alarma del despertador —le tenía cien kilos de odio al maldito bip-bip de cada mañana—. Como no necesitaba para nada saber la hora, la segunda gozada me la produjo desprenderme de mi reloj de pulsera.

Con distintos conceptos sobre lo que me rodeaba, los primeros días de mi nueva vida los pasé gozando del ocio casero. Jamás antes le había dado tanto trabajo al sofá ni me había tragado tantas series televisivas. Ese era mi nuevo objetivo: ¡vivir!

Pero mi sosegado equilibrio comenzó a desnivelarse cuando aún no había pasado medio mes de mi inactividad laboral. Mi esposa, que siempre había sido ama de casa, me comunicó que su amiga Mari Carmen le había ofrecido un puesto en su zapatería y que ella había aceptado.

—Total, ya tú estás jubilado y puedes preparar la comida, ¿no? —cuestionó.

Yo, no muy convencido, asentí. Más tarde me di cuenta de que, con mi falta de convencimiento, presagiaba mi primer craso error de jubilado, pues la certeza que tenía de que en adelante mi vida iba a ser un coser y cantar se desvaneció por completo. ¡Qué iluso fui al acceder! El despertador de mi habitación siguió sonando, aunque no para mí sino para despertar a mi esposa, que tenía que levantarse antes de las ocho de lunes a viernes para poder estar en la zapatería a las nueve.

Quise estar con ella en su primer día de trabajo, por eso me levanté cuando ella lo hizo. Ahí cometí el segundo error. Craso, como el anterior.

Estábamos desayunando cuando mi esposa recordó que había dejado la ropa en el tendedero, por lo que no tardó en pedirme que la recogiera. Luego me preguntó si podía acercarla a ella al trabajo. Yo, viendo su cara ilusionada porque por primera vez en sus sesenta y un años tenía un trabajo, accedí. Ese fue el tercer, craso también, error que cometí, pues, en lo sucesivo, se acostumbró a tender la ropa por la tarde, lo que se hizo un deber diario para mí recoger la ropa cada mañana cada vez que volvía de dejar a mi señora esposa en la puerta de su trabajo.

Ahí senté precedentes, pero, claro, el amor se mostró ciego como siempre y no me lo dejó ver.

El cuarto de mis errores no fue menos craso que los anteriores. Éste vino cuando, tras haberme quedado solo en casa por primera vez, tuve la ocurrencia —torpeza la llamo ahora— de ir al mercado y comprar unas doradas, las mismas que preparé al horno junto con una guarnición de patatas panaderas. Éramos —y somos— cuatro comensales, pues mis dos hijos, Paula y Carlos, aún viven en casa. Ese día, al parecer, descubrimos los cuatro mi arte culinario —yo sospeché de tantos halagos—, y me convertí en el cocinero de mi casa. Esto trajo consigo más y más trabajo, pues hacer de comer implicaba ir a hacer la compra. ¡Hacer la compra yo, que no sabía ni cuánto costaba un litro de aceite! Pues ahí, en ese fregado, me vi sin haberme enterado siquiera. Y ya puesto no iba a echarme atrás, así que me hice asiduo cliente del súper de la esquina, que me coge más cerca, y fui aprendiendo poco a poco los precios de cada cosa hasta hacerme un experto. Y ese fue el quinto error. Sí, también craso como todos los que he cometido desde que soy un hombre jubilado, pues, a partir de ahí, cada vez que se terciaba una tarea de bricolaje, mi esposa me animaba con un «al súper tampoco sabías ir y te has hecho un crack».

Y así fui haciéndome —puedo decirlo de forma literal— un amo de casa. Fregar, barrer, hacer la cama y la compra, guisar, tender, recoger, planchar, ordenar y guardar la ropa —la de todos—, poner la mesa, recoger la mesa, limpiar los muebles, los cristales, los cuartos de baño y el coche… todo, absolutamente todo, eran labores que solo a mi me atañían. Las protestas que alguna esporádica vez no supe contener, fueron rebatidas por mi esposa con un «era lo que yo hacía cuando era ama de casa». Ante la evidente razón no podía negarme a seguir con las tareas.

Mi ex jefe se asombró cuando, una ajetreada mañana de lunes, me vio tras abrir la puerta de su oficina. Y le resultó de lo más sorprendente el motivo que me había llevado hasta allí: pedirle trabajo tras mostrarle mi solicitud de la suspensión de mi jubilación.

FIN

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