Etnografía de la esperanza.

Etnografía de la esperanza.

Flor de Cardo

04/05/2019

Regularmente cuando se piensa en la Antropología, o, específicamente en la figura del antropólogo, en el imaginario colectivo suelen aparecer referentes populares, como la extrañable familia Tomberry:

Indiana Jones

Algunos más aventurados incluso piensan en Jurásic Park.

Personas con sombreros étnicos y pantaloncillos cafés que te invitan a sumergirte en las selvas más profundas o a explorar alguna isla desconocida para interactuar con aborígenes.

Lo cierto es que indudablemente no revivimos dinosaurios, (no aún), pero algo que sí tiene en común la antropología con dichos referentes, es que contamos historias para conocer el mundo de otros, utilizando la «etnografía» como herramienta narrativa.

Hoy voy a contar una de esas historias.

Mis años de formación como antropológa me dieron herramientas, entre ellas, el trabajo de campo, que con el andar de los años me llevó a laborar en una instancia estatal que se encarga de entregar apoyos y recursos a mujeres, niños y adultos mayores en condiciones de vulnerabilidad y pobreza.

En esos días junio asechaba el calendario y mis compañeras y yo nos encontrábamos en la Sierra Madre Oriental, aplicando encuestas socio-económicas en los diversos poblados del municipio de Pinal de Amoles.

Era un día lluvioso, el tiempo enclaustrado entre las manecillas del reloj marcaba desesperadamente las 7:00 am, anunciando con vehemencia el inicio de nuestras labores comunitarias. Apenas el tiempo rindió para alcanzar a tomar un breve desayuno y salir apresuradas a cumplir con el itinerario establecido.

Como en días anteriores esperábamos largos caminos escondidos entre frondosos bosques de altos pinos y alguna que otra cascada adornando el paisaje sobre la carretera, pero esa noche, tendríamos un encuentro inevitable con una «zona de refugio«, las cuales, nos cuenta la antropología mexicana del siglo XX, son comunidades que fueron fundadas por indígenas y mestizos que huían de la violencia social causada por la revolución de 1920. Éstos se insertaron en las partes más altas y profundas de la sierra, ubicando los pozos de agua y las tierras fértiles, pues estos elementos eran necesarios para sobrevivir, y con el paso del tiempo permitieron establecer las dinámicas sociales de vivienda, agricultura y ganadería, así como nuevas manifestaciones culturales acorde al entorno.

Eran las 8:30 pm y la noche nos envolvía. Nuestra última parada era la localidad de «El Rodezno». Lentamente íbamos rodeando los cerros escarpados cuesta arriba sobre la pequeña carretera de terracería que delineaba el único camino hacia la comunidad. El vértigo se incrementaba tajantemente ante la majestuosidad de los acantilados que nos observaban atentos mientras recorríamos con suavidad la caliza de su dermis.

Mientras íbamos subiendo poco a poco se comenzaban a tapar los oídos y se revolvía el estómago del miedo a caer al vacío, las nubes grises y profundas que antes mirábamos en el cielo ahora descansaban debajo de nuestros pies, como un manto fino de pálida neblina. ¡Estábamos tan alto! Se sentía como si fuésemos arribando a un paraíso desconocido.

Esperando nuestra llegada se encontraban reunidas las pocas beneficiarias del Rodezno, calentando sus manos con el soplo de su aliento debido al frío y con la ilusión inmarcesible de ver renovado su apoyo.

Entre caminos cenegozos y una oscuridad temible emprendimos el rumbo hacia los diferentes hogares para cumplir con las labores. Así fue que conocí a Carmen, una mujer de cabello platinado y ojos cansados, tenia 78 años y una sonrisa honesta. Vivía con su esposo y su perro Jack en una pequeña casa hecha de piedra en la parte alta del monte que sus padres le habían heredado.

Cuando llegamos a la entrada de la casa volteé hacia el cielo y en éste había una infinidad de estrellas nítidas y embriagantes adornando la noche como un santuario de luciérnagas cósmicas.

-¿Es mi imaginación o se están moviendo las estrellas?- Pregunté atónita.

– Esos son los dichosos satélites, siempre andan allá arriba dando vueltas.

Todos los rincones del lugar estaban cubiertos por decenas y decenas de enormes y brillantes girasoles con tallos altos y flores sésiles que median casi dos metros de altura. Parecían un ejercito de poesía, era nostálgico admirarlas haciendo semblanza con los tonos obscuros del cielo y sentir la textura del viento meciéndolas con tersura de un lado al otro en total calma mientras escuchábamos a lo lejos el canto nocturno de las tantarrias.

Nos metimos a su cocina para refugiarnos del frió. Mientras hablábamos sentadas frente al crujir del fogón sobre los alimentos de consumo básico en el hogar, Carmen colocó un viejo pocillo azul marino en un comal tiznado que yacía sobre el fuego, –«Aquí hacemos atolito y pan con la masa que se obtiene de las semillas de las «Sunchís», como les decimos aquí. Son plantas muy generosas y bien resistentes a los días calurosos, aquí arriba se dan todo el año, hasta pareciera que les gusta vivir conmigo, eso nos da de comer aquí«-, comentó con una gran sonrisa.

-¿Le gusta vivir aquí?- Le pregunté.

«Tanto me gusta que tengo la esperanza de aquí morirme»- Dijo.

En ese momento imaginé a aquellas personas que huyendo del miedo y de la violencia encontraron allá arriba, en lo alto, cerquita de las estrellas, un rinconcito de tierra en donde sembrar esperanza y vida, y en donde prescindir a través de la memoria y de los hilos del tiempo, como la familia de Carmen.

El suelo arcilloso estaba lleno de vida y ella había heredado ese conocimiento de sus padres. Ahora era de la tierra y la tierra era de ella. Eran la una de la otra en mutuo cuidado. De repente un olor aromatizado a cacao y piloncillo inundó profundamente mis sentidos, coloqué la taza entre mis labios y bebí agradecida el atole de teja que me estaba ofreciendo, pues era algo que ella amaba, algo que había cuidado. Me estaba regalando de su identidad.

Frente a nosotras, los cerros guardianes cobijaban la comunidad amurallándola de verde, y ellas (doña Carmen y las flores), se iban a dormir esperando con ahincó un nuevo amanecer.

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