Lo único que tenía claro al llegar a la puerta es que no quería entrar. El edificio se levantaba frente a mí como un verdadero gigante dispuesto a devorarme, y lo cierto es que yo ya no era como Don Quijote. Podía apreciar de cerca que no existían molinos de viento con cuerpos de hombre. Me molestaba el olor a tabaco de quienes escapaban de las oficinas para echar la mañana.
Ahora la gente ya no me examinaba en la espera, su mirada pasaba de largo sin ese pequeño signo de reconocimiento en los ojos. Las pocas personas que todavía me importaban habían abandonado de un modo u otro aquel viejo barco. Silvia estaba trabajando en una empresa más pequeña y dinámica, en la que sus jefes apreciaban la buena disposición que siempre había demostrado. A Nora la habían trasladado con prisas, sin tiempo siquiera para agradecerle su apresurado paso por la compañía. Ya sólo quedaba una persona que mi corazón esperara ver.
Al ser un día de celebración, parecía que hoy nadie estuviera obligado a fichar. Las etiquetas brillaban en el pecho, como una tarjeta de presentación que servía de símbolo para los miembros del club. Me preguntaba cuántas personas tenían ese sentido de pertenencia, o sólo buscaban llegar de una manera honrada a fin de mes.
En el caluroso ascensor abarrotado de trabajadores sin tareas pendientes, volvía a examinar las razones por las que un buen día me fui. Pensaba que era la crónica de una muerte anunciada. En más de una ocasión, había avisado de mis ansías de futuro, de buscar un destino diferente, alejado de esa burocracia enferma y decadente. Quería acercarme a las personas sin tener un ordenador pegado al pecho, y apagar el teléfono siempre dispuesto a sonar.
Las dificultades se acumulaban sin descanso, mientras yo pensaba que la vida no era eso. Que los verdaderos problemas estaban ahí fuera, y que había personas que necesitaban que yo me diera cuenta. Tenía fe al abandonar ese contrato temporal, pero ahora me pregunto si esta religión es la única verdadera.
¿Había sido feliz en aquel lugar? Por supuesto. Me sentía útil, satisfecha con el trabajo bien hecho y de alguna forma acompañada. El dinero, bien empleado en pagar los estudios que por fin me permitieran disfrutar de la carrera profesional de mis sueños. Compañeras con las que salir a tomar el aire a los pies del edificio. Y unos ojos que me miraban de reojo, mucho antes de que yo los sintiera clavados en mi espalda.
Cuando llegó, ni siquiera me reparé en él. Y aunque nunca me lo ha echado en cara, tal vez eso aumentara el tiempo que estuvimos esquivándonos. Al principio, sólo era una cara más en el paisaje de aquella firma. Solía pensar que las relaciones en el trabajo llegan a un nivel de superficialidad en las que nada verdadero cuaja. Pero pasábamos demasiado tiempo encerrados, con la gran necesidad de sentir que había algo más ahí fuera.
Y entonces fue cuando empecé a acumular el trabajo en la impresora, y pasaba los minutos en los que se daban a luz eternos contratos haciéndole preguntas cada vez más incómodas. Alguna vez, Elisa me preguntó si no pasaba demasiado tiempo yendo a imprimir. Comenzaba a darme cuenta de algo, sin estar aún preparada.
Y así se inició la rutina del ratón y el gato, en la que nos perseguíamos, queriendo escapar del único final posible. Te buscaba en las esquinas cuando no aparecías, y encontraba motivos para que me hablaras de cualquier historia. Llegó el momento en que nosotros ya éramos una noticia en el departamento. Poco a poco, tenía que aceptar los hechos: no había venido buscando nada en esta empresa, pero lo estaba encontrando todo.
Cuando me marché, tú eras la única estrella fugaz que seguía en mi camino. Lo mejor que podía haber sucedido entre las innumerables posibilidades cuando aceptas un empleo. También me servías para defender mi postura: los cambios que se estaban desarrollando en la organización confirmaban mi decisión de alejarme. Había cogido todo lo que fue capaz de darme.
Pero al llegar al último piso, y notar de nuevo la firmeza del suelo bajo mis pies, me doy cuenta de que ya no está. Todo es tan diferente; esta oficina diáfana parece menos amenazante, como si todos remaran al fin unidos para llevar la compañía a buen puerto. Y parecen más convencidos que yo. No quedaba ningún recoveco para la vieja impresora. Nadie, nunca más, volvería a enamorarse en el mismo lugar en el que caímos nosotros. Éramos los últimos en defender esa bandera, y estábamos perdiendo la guerra.
Esta semana apenas habíamos hablado, más que para asegurarnos esta extraña cita. La empresa cumplía 100 años, y esperaba alcanzar otros 100 más. Tú y yo apenas completábamos un bienio de amor, y nos costaba levantarnos por las mañanas. Estaba convencida de que ella podría resistir un siglo más. Quería que nosotros tuviéramos esa fuerza de la naturaleza.
Te vi de espaldas, irreconocible para el resto, familiar para mí. Ese jersey era mi favorito. Tantas veces había deseado tocarlo, y arrancarlo. Tu figura era como un bálsamo en el desierto de ese acalorado lugar, el único oasis que había descubierto en mucho tiempo. Si ayer te pedía espacio, hoy quería sostenerme a tu lado, y recordar la ilusión que sentía el día que me alejé de allí. La fiesta me recordaba mi propia despedida, y a la seguridad de que tú no eras parte de ella.
Estoy volando hacia ti, cuando veo que te acercas rápido, con insistencia. No me había percatado de que notabas de nuevo mi presencia. Te detienes a un palmo de distancia sin atreverte a mover un solo músculo. Y espero. Al cogerme de la mano, pronuncias las palabras mágicas que me devuelven la esperanza.
– Ven, hablemos en la impresora.
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