Llovía a mares, Susy trataba de ocultarse bajo su paraguas, pero los riachuelos que le impedían avanzar con rapidez la dejaban ante una cortina gris que le penetraba el jersey humedeciéndolo. Sabía que el hotel no estaba muy lejos, sin embargo el llegar le parecía una hazaña. Vio el anuncio luminoso de un cine, se acercó y leyó. Echaban una película de Bogart, la famosa Sabrina. El film iba a empezar, se compró una entrada y se sentó en la última fila, se quitó los zapatos que estaban empapados, colgó su paraguas de una butaca de enfrente y apoyó las rodillas en el respaldo del asiento vacío que tenía delante. Sus medias brillaron con la luz que salía de la pantalla. Notó que a la derecha, no muy lejos había un hombre dormido. No habían pasado ni diez minutos desde que habían apagado las luces y el tipo ya roncaba. A ella le hubiera gustado conciliar el sueño con esa facilidad, pero le era imposible. Las circunstancias la habían obligado a fugarse, su mundo se estaba desmoronando y no quería quedar enterrada bajo los escombros. Dejó de ponerle atención a las palabras de la hija del chófer de la familia Larrabee, aunque le encantaba la actitud de la Hepburn con su carita infantil y su gran encanto aristocrático.

¿Cómo había podido llegar a esa situación?—se preguntó con la mirada extraviada en el vacío—. Por qué no tuvo la suficiente fuerza de voluntad para negarse a la propuesta de su jefe. Antes de acostarse con él las cosas habían pasado desapercibidas. Había sido testigo involuntario de las maquinaciones de la empresa, de los fraudes de los accionistas, del lavado de dinero, de los sobornos y no lo había comprendido hasta que abrió las piernas desnuda en una cama de hotel de lujo. Ahora tenía una última puerta, pequeña y parecida a la entrada de una madriguera. Era a donde se dirigía esa noche de domingo muerto, pero el chubasco y el miedo la habían dejado sin recursos para llegar a su salvavidas. Sabía que dormir fuera de su casa era la única forma de esconderse. Le seguían los pasos, tenía información muy comprometedora, sería el testigo más importante en las declaraciones. Gracias a ella se destruiría el imperio de las bebidas energéticas, pero el precio era altísimo. ¿Qué ganaría ella? Nada, ni siquiera el perdón de sus compañeros que la consideraron la peor traidora desde aquella fiesta en la oficina. “No se vaya Susy—le había ordenado Rodrigo Villa con aire soberbio—, tengo que hablar con usted”. La conciencia fue quien puso el grito en el cielo y el sentido común dio de patadas abriéndole paso para que huyera, pero la estupidez le puso una copa de vino espumoso en la mano y sus hermanas: la necedad, la idiotez y la ignorancia se la llevaron con bailes carnavalescos hasta el lecho del rey. Quedó despatarrada, ebria, soportando el peso del semental Villa oprimiéndola contra el colchón.

La relación habría ido bien de no estrecharse demasiado los lazos de amistad. El culpable fue Rodrigo que le empezó a llevar regalos caros. Joyas, inmuebles, coches. Susy era una ramera, según la opinión de sus colegas. Ella trataba de disimular, se vestía de forma muy modesta, usaba efectivo y sus billetes eran de baja denominación, algunos parecían procedentes del mercado o del bolsillo de un pordiosero, pero no lograban ocultar la esplendorosa vida que le obligaba Rodrigo a aceptar. Lo malo fue que el idiota se encariñó con ella. Al principio la usó de muñeca de goma, pero luego fue descubriendo algunos sentimientos que le hicieron brotar en su corazón pétalos aterciopelados. Ya no le decía palabras de prostíbulo, al contrario, la engalanaba con diminutivos y sílabas dulces. La cosa empeoró cuando el frío y calculador señor Villa, respetado y temido hasta por la mafia, dobló las manos ante su concubina, amante o lo que fuera, y comenzó a revelarle los negocios sucios de donde salían los pequeños pisos, las esmeraldas y los coches de año que ella recibía. En la oficina las palabras eran peligrosas avispas. Le zumbaba la cabeza al cotejar el florecimiento del negocio con la actitud dócil y servicial de algunos diputados, senadores y empresarios.

La pestilencia empezó a llamar la atención de los inspectores de hacienda. Susy sabía que de sus archivos era de donde emanaba el fétido olor y le preguntó a Rodrigo si había forma de deshacerse del tufillo. Él se reía de su miedo, pero Susana Donoso se había quemado las pestañas en su instituto técnico y sabía que una contabilidad sucia es siempre un peligro. Debió escaparse mientras tenía la posibilidad. No lo hizo y ahora su única tabla en el mar la ayudaría a pasar unas cuantas horas que la llevarían a la costa del lunes y podría presentarse ante las autoridades con todas las pruebas. La acusarían de complicidad, sin embargo no era lo peor y con una fianza saldría libre para desaparecer muy lejos con el poco dinero que le quedara. La película seguía su rumbo, ya la había visto. Sabía que Linus, o sea el guapo Bogart, se enamoraría de Sabrina y se iría con ella en un barco a París. Ella también necesitada una embarcación, pero se dirigiría al Caribe. Un temblor que no venía por la lluvia, sino por el terror quela poseyó. Miró de reojo a la derecha y notó que el hombre seguía dormido y roncando. A su izquierda había un tipo de chaqueta negra y vaqueros, estaba despiertísimo. Era amenazador, terrorífico. Susana se quedó inmóvil y sintió algo metálico en la sien. Decidió gritar pero no lo logró. Se encendieron las luces de la sala, la gente comenzó a salir, el hombre de la última fila seguía durmiendo, una joven guapa de jersey beige y falda roja parecía haberse dormido también. El acomodador subió con parsimonia, estaba harto de hacer de despertador. Zangoloteó al tipo y le dijo que la sala no era un hotel.

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