Soy docente jubilado de la Universidad Externado de Colombia.
Trabajé como profesor dictando cátedra de derechos humanos.
En el año de mi jubilación, en 1994, me entusiasmé en visitar algunos pueblos del país. Lugares turísticos de belleza exótica donde lamentablemente se registraba la presencia de grupos paramilitares violadores del Derecho Internacional Humanitario; pero, en definitiva, me atraían aquellos riesgosos territorios, pues alimentaba en mi interior el osado propósito de estudiar los motivos y las causas que movían a aquellos grupos armados al margen de la ley a cometer muchos atropellos y toda clase de vejaciones en contra de la población civil.
No pretendía terminar una tesis académica, sólo quería hurgar e indagar en los oscuros asuntos que entretejían las vidas de las comunidades campesinas marginadas por El Estado. Y tratar el tema de los menores de edad, obligados o seducidos por los reclutamientos de las guerrillas. Me seguía apasionando todo lo referente sobre el conflicto armado colombiano, a pesar de que estaba jubilado y debería más bien optar por disfrutar de mi pensión y de mi descanso.
De hecho, mi primer viaje lo hice a “La Rocha”, un pueblo remoto y lejano, abandonado entre montañas grises, sumergido en un deprimido y distante departamento colombiano, ubicado en la cordillera andina; donde llegué porfiado en que los campesinos me tratarían amablemente.
Rápidamente me instalé en una pequeña casa de “La Rocha”, y empecé a redactar mis primeros apuntes e impresiones de viaje en un pequeño cuaderno. Mi prioridad ante todo era comenzar a hacer investigaciones sobre la creciente violencia guerrillera en la zona.
Necesité comprar en el bazar del pueblo algunos enseres para decorar la estancia: una mesa de trabajo donde escribir, una silla confortable, algunos cuadros, además de otras cosas.
A los pocos días entre la comunidad ya se hablaba que había llegado un prestigioso profesor de la ciudad al pequeño pueblo.
Aunque no buscaba trabajo, encontré muchas labores que desarrollar en la desprotegida comunidad de “La Rocha”.
Recordaba mis años en la Universidad, cuando a veces ni me pagaban. Enseñar y aprender no deberían tener ningún costo económico, educar ya es una feliz recompensa dubitativa. Y degustar y amar con empeño lo que se hace tal vez sea el premio.
En las frías noches de “La Rocha”, me recostaba en la silla de reluciente cuero pardo que había comprado en el bazar del pueblo para pasar las horas del descanso.
El hombre que me vendió la silla y otros objetos en el bazar pueblerino, un rústico comerciante, tal vez un embaucador de oficio, me contaba que aquellas sillas era lo que más fabricaban los pobladores, y que “la Rocha” era un pueblo de ebanistas.
Por lo general, los comerciantes de aquel perdido lugar entre las montañas y sierras andinas, entremezclaban pasiones y ambiciones descontroladas en sus relatos apasionados.
Ahora era profesor de turno en la pequeña escuela, empecé a recibir un modesto sueldo, creo que había llegado a este pueblo inocentemente por aturdimiento.
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