La costumbre de levantarse todos los días, desde hace más de dos años a las cinco de la mañana, había repercutido en el inconsciente de Ignacio Medina de tal manera que lo hacía prescindir del despertador de su reloj que siempre sonaba un par de minutos después de que se haya levantado.

Sin hacer el mínimo ruido para no despertar a su pareja, llamada Blanca, Ignacio se liberaba de los mantos del humilde lecho para dirigirse al baño y luego a la minúscula cocina, en donde acostumbraba a preparar su escueto desayuno matutino.

Blanca Segovia, que tan solo tenía 24 años de edad, se encontraba en el cuarto mes de su embarazo, inesperado pero bien recibido. Al reconocer los pasos lo suficientemente sonoros de Ignacio como para despertarla, se desperezó, bostezó y abrió medianamente sus pequeños ojos. Los conocidos silbidos de Ignacio la apaciguaron y la sumieron nuevamente en su sueño profundo.

Ignacio silbaba de manera espontánea mientras preparaba su té con leche. Aunque lo preparaba con gran cuidado y aparente atención, su mente se encontraba sumergida en densas elucubraciones que regularmente se le presentaban los lunes antes de iniciar la semana laboral. Mucho más aun desde que había tomado conciencia de que tendría un hijo.

Los problemas internos que lo agitaban a nivel moral y (¿por qué no?) espiritual se basaban fundamentalmente en lo que sería dentro de unos meses su nueva composición familiar, teniendo en cuenta las condiciones deplorables en que actualmente vivían con Blanca: un abyecto pero accesible alquiler en medio de un barrio marginal, de escaso nivel cultural, plagado de ladrones y drogadictos, con los respectivos riesgos que implica la coyuntura del entorno y la periferia; y por supuesto las atávicas privaciones que la sociedad de alto poder adquisitivo, por inercia, endilga a quienes quedaron fuera del sistema.

¿Es bueno el mundo que le espera a mi hijo?, ¿Va a poder evadir las malas influencias?, ¿Estoy apto para ser padre?, ¿Qué es ser padre?, ¿Me alcanzara el sueldo de la fábrica?… ¡La fábrica! Sus pensamientos lo habían sumergido en el fondo de su cerebro de tal manera que olvidó por completo el correr del tiempo. El reloj estaba a punto de marcar las seis de la mañana, el horario en que su colectivo pasaba por la esquina de su casa para llevarlo al trabajo.

Con un sentimiento de culpa por dejar a Blanca la tasa de té a medio tomar y rodeada de migas de pan (acostumbraba a dejar la mesa reluciente antes de marcharse), Ignacio se acercó a ella y le dio un silencioso y suave beso en su frente para despedirse. Aunque era él quien tendría una jornada agitada en la fábrica, deseaba con vehemencia que transcurra con levedad el día de su mujer.

A pesar de tener 30 años de edad, Ignacio tenía una relativa relación con los jóvenes del barrio, aquellos que eran invisibles ante los ojos del estado y la sociedad, esos rezagados que por el solo hecho de ser pobres y jóvenes ya cometían una especie de delito virtual.

-¡Nacho, dame para tomar un vino!- Le grito Alan desde la vereda de enfrente en un estado lamentable.

En el momento que escuchó esas palabras frenó ante él su colectivo, en el que subió precipitadamente; lo que no le dio tiempo a responder.

A medida que se alejaba de la zona, no lograba quitar de su mente la imagen de Alan tirado sobre el cordón de la vereda, posiblemente bajo los efectos de una droga desconocida para él. No era insensible ante estas clases de situaciones. Suspiro y pensó: «¿Dónde estarán los padres, que educación recibió Alan?… no quiero que mi hijo sea otro «Alan» en la sociedad».

Ignacio trabajaba en una fábrica de herrajes llamada «Casa Cuyo». Hugo Asvesta, su propietario, era padrino de Blanca. Factor que, seguramente, influyó para la rápida contratación. Aun así, no era solamente un caso habitual de nepotismo, ya que Ignacio demostró ser lo suficientemente cualificado para el puesto. En caso contrario, por más de que haya existido cualquier lazo de sangre, el dueño de la fábrica lo hubiese descartado hace tiempo.

Ignacio se encargaba principalmente de armar las bisagras en la planta baja. En el día conseguía producir aproximadamente más de 300 bisagras. Cuando no había material para armar o ya era suficiente la producción solía trabajar con el torno o la fresadora.

En el 1° piso era el lugar donde otros empleados se encargaban de empaquetar los productos ya terminados para su distribución. Ignacio, por lo tanto, cada vez que terminaba de armar una cantidad considerable de bisagras, las depositaba dentro de unos canastos de plásticos bastantes resistentes. Cada canasto cuando rebosaba de bisagras pesaba entre 35 o 45 kilos.

Estos canastos eran puestos sobre un viejo montacargas que tenía un límite de 130 kilos de peso. Cabe suponer que a lo largo de los años nunca se respetó este límite.

Ignacio se encontraba bajo un estado de ensimismamiento abrumador, lo que le facilito el armado de las bisagras, ya que la disposición autómata con la que trabajaba no le permitía percatarse del cansancio que podría ocasionarle su labor. Gracias a ese estado psicológico logro llenar cuatro canastos de bisagras antes de que llegue el mediodía.

Coloco uno encima del otro en el montacargas, excediendo el límite de peso. Concentrado aún en todo lo que le esperaba dentro de unos meses, su mirada estaba fija en el ascenso de los canastos.

De golpe el montacargas se atascó a medio camino y descendió con brusquedad. Los canastos se precipitaron hacia adelante y cayeron encima de Ignacio que atinó a cubrirse con sus brazos. Fue inútil.

A partir de ese momento todo fue borroso, incognoscible.

Ignacio languidecía y jadeaba en el suelo, murmurando palabras que solo eran entendidas por él. Fue rodeado por personas que desconocía y que le decían cosas que apenas llegaban a sus oídos.

De pronto, de manera débil y confusa, musitó: «Alan»…

Ignacio había tenido una epifanía.

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