Recuerdo con absoluta nitidez mi primer día en esta oficina. Una vez hice cálculos sobre el cómputo de horas de trabajo y sueño, a modo de activos y pasivos. Haciendo el balance, apenas tengo como patrimonio neto -por hablar en términos contables-, unas migajas de tiempo realmente vivido. Las horas que pasé aquí yacen agrupadas en la fosa del tiempo, reposan como un osario de cadáveres sin nombre.
Comencé con la ilusión inconsciente de un muchacho de 20 años que tuvo la oportunidad de iniciarse en una trayectoria profesional joven. Soy contable de empresa desde entonces y trabajo en una oscura oficina de entreplantas. He contabilizado diariamente muchos asientos mercantiles, pero paradójicamente, no contabilicé el tiempo que se iba esfumando entre pérdidas y ganancias, escurriéndose silencioso por las costuras de aquella americana gris que me ponía cada mañana para ir al trabajo.
Las partidas contables del debe y haber de la vida quedaron sin registro, nada se escribió sobre ellas en el libro diario de asientos. Mi existencia se fue consumiendo entre balances y ejercicios anuales y, salvo la ganancia de un sueldo que me permitía vivir modestamente, sólo tuve pérdidas vitales. Este trabajo había engullido laboriosamente cada uno de mis sueños, adueñándose de lo más preciado: el tiempo de una vida no vivida.
Los primeros meses transcurrieron en una atmósfera somnolienta, un tiempo adherido al reloj metálico en la pared de la oficina, que día tras día, fue el testigo impertérrito del consumo de mi existencia en esta estancia. Su minutero incansable me observaba con satisfacción, me veía arquear la espalda trabajando sobre mi escritorio, en un gesto reverente de ofrenda y sacrificio a la deidad Tiempo.
Pero entonces, yo aún acuñaba la idea de ser el dueño de mi destino. Creía tener el poder de decidir cuál sería el resultado de mi ejercicio contable existencial. Este trabajo en principio sólo sería una manera de conseguir algunos ahorros y cuando tuviera lo necesario montaría mi propio negocio, una librería acogedora en pleno centro de esta ciudad: estantes de madera noble, asientos confortables para ojear lecturas, un ambiente cálido que invitara al disfrute lector y la compra de libros. Sólo quería dedicarme a eso.Y consumir literatura, vivir mil vidas de repuesto a través de cada historia, multiplicar mi existencia desdoblándola en cada personaje. Gozar de tiempo para deleitarme con los clásicos, románticos, vanguardistas, contemporáneos…. Acariciarlos, acomodarlos en las vitrinas, sugerirlos a los clientes intentando adivinar su gusto literario.
Pero el tiempo me hizo aparcar los sueños. Cada día, me invadía el desconsuelo matutino que siempre me acorralaba obligándome a la entrega dócil, siendo un buen servidor de la vida que me tocó vivir, sin rebeliones, resignado, porque luché en otras batallas interiores que perdí. Huir no tenía sentido cuando el prisionero está dentro de ti. Tú eres la cárcel ambulante que se desplaza sin abrir sus rejas.
Camino cada mañana hacia la oficina y al final del recorrido, saboreo los pocos minutos de libertad que me quedan. Observo con dolor las calles matinales inundadas de luz natural y ante la inminente cercanía a la oscura oficina, mis pulmones toman con avidez el aire limpio en esos instantes previos al encierro.
Pero en algún momento de la vida, a algunas personas les sobreviene una explosión de consciencia inaudita, de tal magnitud, que se ven obligados a hacer un alto para evaluar su existencia. Deconstruir el pasado entre trozos de escombro amalgamados con ladrillos nuevos.
Intentando encontrar el equilibrio entre el tiempo que se fue y el que queda, nos convertimos en funambulistas que se desplazan con pértiga, basculando entre el ayer y el mañana para no caer al vacío. En ese divagar de pretéritos y futuribles, el presente se llena de oquedades y la propia existencia produce desasosiego. Una amarga intuición nos hace sospechar que sembramos tiempo en un largo surco, en una fosa lineal donde nada crece, sólo extraños tubérculos bajo tierra, abonados con infinitas jornadas laborales anodinas y vacías.
Hoy, 7 de Junio de 2018 cumplo 55 años. Odio visceralmente mi trabajo de contable, en el que llevo encarcelado 35 años de mi vida.
NARRADOR 1. Aquel día se levantó puntual, se dio una ducha matinal y se vistió con minuciosidad y esmero. Al salir, un viento frío en pleno Junio le recordó que esta primavera era singular, los días se alargaban en una agonía de destempladas horas de luz. En el aire flota una sensación de extemporaneidad: los árboles, las aceras, los edificios, todo parece de un tiempo ajeno , todo parece querer arrastrar las partículas para anclarlas a los restos de un navío de eterno invierno.
Pero estamos en primavera, es la tarima que levanta el espectáculo cíclico del resurgir vital. Y al fondo el decorado, el gran trampantojo de la vida. Esa ilusión óptica, el paisaje pintado y no real, aparentemente lleno de posibilidades. Hasta qué punto elegimos. Hasta qué punto la libertad de elección no es una utopía distraída, que va tropezando porque no mira el suelo donde pisa. Ahora bien, cuando se yergue y quiere levantar la vista, ve aterrada un único camino, sin bifurcaciones
NARRADOR 2. Hoy, 7 de Junio de 2018, el contable entró en la oficina y saludó a todos con un agrado inusual. Se quitó su americana que colgó en la percha de la entrada y se acomodó en su mesa. Abrió el ordenador mientras su corazón recobraba un ritmo cardíaco desconocido hasta entonces; esa estancia había ido dopando su latido vital año tras año. Entró en las cuentas de los activos. Consultó el estado de flujos de efectivo, accedió a múltiples depósitos, comprobó el capital líquido. En unos golpes de clics, transfirió todo a una cuenta personal que había abierto telemáticamente en otro país.
Salió sin despedirse. Tomó un taxi hacia el aeropuerto. Cruzó la zona de embarque y en unos minutos estaba acomodado en su asiento esperando el despegue. Pensó sonriendo: ahora sí soy el dueño del tiempo que me queda.
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