Laura es mi ex jefa. Es más alta que la media de las mujeres de nacionalidad española. Ella siempre dice, en tono jocoso, que es sueca andaluza. Me cuesta encontrarle la gracia. Igual es porque no la tiene. O eso es lo que me parece a mí, porque el resto de mis compañeros parecen desternillarse de risa cada vez que suelta alguna de estas gracietas. Aunque yo prefiero pensar que son unos peleles que le bailan el agua.
Me gusta imaginar, que cuando Laura era más joven, su altura le causaba algún que otro problema a la hora de encontrar pareja. A pocos hombres les gusta que la mujer que pasea a su lado sea más alta que ellos. Y a pocas mujeres les gusta un hombre, al que tengan que mirar hacia abajo, para dirigirse a él. O puede ser que estas observaciones sólo las tenga yo en mi cabeza. Pero bueno, esto no es relevante.
Siguiendo con la descripción de mi ex jefa, os diré que es increíblemente trabajadora. Excesivamente perfeccionista. Tanto, que si te comparas con ella puedes llegar a pensar que eres un auténtico desastre. Por mucho que te esfuerces para ser brillante en tu trabajo, nunca lo vas a conseguir. Nunca te lo va a reconocer. Tienes que conformarte con ser un simple peón de ajedrez, donde sabes que por encima de tu diminuta cabeza, se alza siempre victoriosa, la flamante y elegante reina Laura Ortíz; reina de corazones, mantis religiosa, serpiente de cascabel. Puede tener infinidad de denominaciones. Pero si hay algo que la define, por encima de todo, es lo que yo denomino ser una grandísima, señora zorra.
La palabra zorra, si la analizamos bien, tiene varias connotaciones: puede ser una mujer a la que se le otorga la virtud de la astucia, de la rapidez, de la suerte para escapar de toda clase de depredadores. Incluso se le puede otorgar el don de la belleza.
Hasta aquí todo bien. Son virtudes de las que nos podemos vanagloriar. Pero, ¿qué pasa si la definición de zorra, es la que la sociedad ha decidido otorgar a las mujeres que son arpías, que te atacan por la espalda, que te traicionan y que se rodean de machos para sentirse poderosas? Pues que el nombre que aparece en esa definición es el de mi ex jefa, Laura Ortíz, Mendizaval.
Es curioso que cuando a un hombre se le llama zorro, sólo se le otorga la connotación positiva de la palabra. ¿Por qué no tiene connotación negativa para ellos? Siempre me han dado que pensar estas irregularidades sexistas de la lingüística. Pero esto lo dejo para otro momento.
Vuelvo al tema que nos atañe.
Hubo un tiempo en el que navegaba con mi enemiga. Aunque yo no lo sabía por aquel entonces.
El 8 de marzo del 2015 fue la primera vez que entraba en un crucero de lujo. No podía cerrar la boca. Todo lo que veía me fascinaba. Era como estar dentro de una mini ciudad, o en unos grandes almacenes con catorce plantas. Todas ellas llenas de tiendas, restaurantes, casinos, discotecas, piscina. ¡Madre mía!, una piscina con vistas al mar. Era el sueño de cualquier adolescente. Lo que no sabía en ese momento era que nunca la iba a poder utilizar.
Más de una vez, mi amiga Nati y yo, nos sentábamos en los escalones que hay frente al puerto de Barcelona. Desde ahí puedes ver todos los barcos. Nos pillábamos algo de comer y una botella de vino espumoso. Con cada trago soñábamos que nos íbamos de crucero, las dos solas, a recorrer todo el mundo. Nunca hablábamos de la vuelta. Imagino que en nuestros sueños no teníamos planes de volver a la vida real.
Estar dentro de un crucero era como haber materializado mi sueño. Sólo me faltaba Nati.
-Número 34, de un paso al frente. Preséntese y díganos por qué quiere trabajar en cruceros- Tengo que ser sincera. Estaba nerviosa. Esta señora me imponía tanto como el director de mi universidad.
Nos había reunido a un grupo de 50 bailarines, en el teatro de uno de los barcos en los que íbamos a trabajar. Estábamos todos los que habíamos pasado el casting de baile la semana anterior. No puedo decir que fuera de los casting más difíciles a los que me había enfrentado, pero no iba muy confiada. Los compañeros que se presentaban eran auténticos profesionales. De los que se te cae el alma al suelo cuando los ves deslizarse por el aire, como auténticos cisnes.
Tragué saliva. Me mordí la punta de la lengua para que no se me secara la boca y di un paso al frente, delante de todos mis compañeros.
-Hola. Me llamo Rosalía Lucas. Tengo 24 años y me gustaría trabajar en los cruceros como bailarina porque mi pasión es bailar y viajar- había conseguido decir toda la frase sin tartamudear.
– Espero que no piense que esto van a ser unas vacaciones pagadas, querida. Aquí va usted a trabajar muy duro. Se lo puedo asegurar.
En ese momento pude sentir como mi cuerpo empezaba a quedarse paralizado y como la sangre se me bajaba a los pies. No sé qué me dio más miedo, si la voz autoritaria de la que iba a ser mi jefa de cuerpo de baile, o la claustrofobia de no poder echar a correr si las cosas se ponían feas.
Con este pensamiento forcé una tímida y temblorosa sonrisa. Un simulacro de sonrisa, que no hubiera hecho si hubiera sabido lo que se me venía encima.
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