Me llamo Naux, tengo treinta y seis años y me han diagnosticado una enfermedad degenerativa llamada discromatopsia grisalba. Disculpad la cobardía del seudónimo pero aún estoy en esa fase en que busco fuerzas y oportunidades para explicarles a los míos los cambios que me están matando. Me digo a mí mismo que no la entenderán y, aunque la comprendieran, que no estarían preparados para asimilarla. Pero el que ni la entiende ni está preparado soy yo. Es probable que me podáis ayudar. O quizá soy yo el que os pueda ayudar. No sé… Siento estas disquisiciones previas. Antes de proseguir os debería explicar en qué consiste esta entidad que alguno de vosotros reconocerá. Términos como astenia, cambios de humor, irritación o anhedonia son demasiado técnicos y comunes a otros males; con estos sé que me quedo corto. Ahora son las seis de la mañana: creo que es un buen momento para iniciar la narración de uno de mis días y probablemente así pueda explicarme mejor.

La ducha matutina, el desayuno y el viaje en tren transcurren sin accidentes. Los sabores, olores, tonalidades y demás sensaciones las percibo con normalidad. Quizá con un tinte de ansiedad en el que tampoco vale la pena explayarse. Al entrar en el despacho comienzan la jornada laboral y los síntomas de la discromatopsia. Por cierto, trabajo como médico. Que conste que no lo digo con orgullo; más bien al contrario. Solo quiero remarcarlo para que lo que viene ahora se entienda.

Según la maldita lista o la lista maldita (nunca sé dónde va mejor el adjetivo), tengo veintidós pacientes y diez minutos para dedicarlos al primero. Es un chico joven con una trombosis en el gemelo derecho. Obviamente, tiene muchas dudas y necesita tiempo para expresarlas todas. Me lleva tres cuartos de hora. Ya empezamos con retraso. Es entonces cuando aparecen el dolor de cabeza, el tic nervioso de la pierna y los despistes. Y lo más característico: todos los colores de mi alrededor pierden algo de intensidad. Para que os hagáis una idea, es como si, estando en una habitación con la puerta abierta, una bombilla del pasillo se fundiera. Sé que a partir de ahora todo será cuesta abajo. A los tres siguientes de la lista los visito rápido y mal para intentar recuperar el tiempo invertido en el primero. Sin embargo, es insuficiente y, además, he cometido un par de errores. No son importantes; simples fallos burocráticos. Pero entonces se apaga una luz del despacho. «No debo hacerlo: son personas y se merecen que las atienda bien», me digo a mí mismo mientras entra una octogenaria. Aunque está demenciada, parece que vive sola. En estas situaciones, hace años, sentía la necesidad de acercarme a la paciente; hoy, la enfermedad que padezco me anestesia. No estoy orgulloso de ello… pero es así. Mientras la anciana me cuenta cómo murió su marido –que en paz descanse– rebusco en su historial del ambulatorio. Menos mal: la trabajadora social ya está siguiendo de cerca el caso de Marisa. Me puedo centrar en lo que se supone que ha venido a hacer. «Muy bien, ¿hoy qué debe tomar? Fíjese bien». «No lo sé; esto es muy complicado». Le dedico una hora pero siento que la visita no ha servido de nada. La señora se va a casa aturdida. Cruzo los dedos para que lo haga bien mientras miro el reloj. Más de noventa minutos de retraso: lo empiezo a ver todo en blanco y negro. Ahora sí, comienza la fase de visión de perro. Aunque no es una nomenclatura biológicamente exacta, la llaman así. Salgo de mi propio cuerpo. Los miembros pesan; los pensamientos, hasta entonces vehículos de autopista, se quedan sin gasolina; se coagula la sangre y uno se convierte en un despojo que solo quiere echarse al suelo a dormir. Pocos minutos después una voz brama desde la sala de espera: «¡Tengo que ir a trabajar y seguro que el médico se está haciendo un café!». Vuelvo en mí; mis células se activan de golpe. Le llamo por megafonía mordiéndome el alma. Al primer bufido del comercial cincuentón, cazador de infartos profesional, mi campo visual se vuelve bermellón: decido pasarme el curso de empatía sanitaria por la internalga y mi boca pierde el control. No sé qué digo, solo siento la bilis que recorre el corto trayecto que media entre las tripas y los dientes. «¡Pues esa prueba se la va a hacer usted! ¡Adiós, muy buenas!», me dice el hombre antes de dar el portazo de rigor. No sé qué ha ocurrido. Solo que ese hombre no se merecía lo que fuera que yo le hubiese dicho. Ahora ya no hay rojo: la brea que está brotando de mis parpados lo cubre todo. A tientas me acerco a la pila y me limpio el líquido pegajoso de ojos y mejillas. Tras volver a la visión de perro, recuerdo que no hay tiempo para lamentarse. Me vuelvo a sentar y continúo. El resto del día discurre con la conocida gama de grises y la pérdida de sensibilidad del resto de sentidos. El bocadillo de máquina expendedora que me como en el despacho delante del ordenador me sabe a cartón. No me veo con fuerzas para adelantar las tareas de la semana; mañana será otro día. Me cambio, cojo mis cosas, salgo del despacho, apago la luz, cierro la puerta.

Hoy, por suerte, hay asientos libres en el tren. Me apodero de uno. Abro el maletín y saco la libreta. Este pasodoble que se marcan mano y bolígrafo es hipnótico y me revitaliza. Alguien ha cambiado las luces: vuelvo a ver en color.

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