Trabajar un domingo no es para cualquiera. Requiere una alta dosis de creatividad. Creer que cuando todos duermen se pierden la fiesta del silencio, el aroma de las medialunas recién hechas, el sonido de los pasos. Creer que el sonido del timbre nos despierta la fantasía de llegar y encontrarla a ella que te espera. Apenas 90 años y tantas ganas de volver a verte. Una taza de te entre susurros y el paseo matinal, tan lento que empaña los ojos.
Después, los rituales, los rezos y el almuerzo con olor a rotisería de la esquina. Esperar que se duerma y escribir su historia, la mía, la de cada domingo.
Yo trabajando y ella esperando otro día más de recuerdos intactos, entre su voz y mi voz, entre el placer del encuentro y un viaje hacia el más allá adelantado.
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