El empleo lo conseguí por una recomendación. Eran las clásica oficinas burocráticas que olían a rancio, en donde imperaban las empleadas obesas con la torta y el refresco sobre un viejo y desgastado escritorio que se cerraba faltando 30 minutos para la salida. Cuando llegué ahí, interiormente me prometí a mí misma que jamás caería en esa situación.

El modelo burocrático que plantea Max Weber no es malo, por el contrario, lo que perjudica el planteamiento de Weber es la desviación que los trabajadores hacemos de él.

Convivía con todo tipo de personajes, desde el jefe madrugador que siempre llega antes que sus colaboradores, recién bañado y oliendo agradablemente a una buena colonia, hasta la secretaria que siempre llega corriendo, peinando a su hijo antes de dejarlo en la guardería. Era muy común que llegáramos al baño a terminar de maquillarnos y no faltaba quien llevara una secadora de cabello para completar su arreglo. Por supuesto algunas llegaban con un vaso de unicel con café hirviendo, un recipiente con fruta picada o una charola con sopes que corrían a dejar a sus respectivos escritorios, dejando una estela de olor a fritanga que a esa hora de la mañana me revolvía el estómago.

Alrededor de las nueve de la mañana empezaban las actividades seminormales, para la mayoría, pero generalmente había alguien que llegaba tarde.

-Raúl me podrías ayudar a pasar mi máquina de escribir a ese escritorio?- (El lugar señalado se encontraba a escasos 3 metros de distancia uno del otro). Le pedí de favor al mensajero que permanecía sentado esperando que le entregaran su ruta.

-Esa actividad no está incluida en mi contrato – me contestó Raúl. Creí que bromeaba. Insistí en pedirle el apoyo y su respuesta volvió a ser la misma.

– No es cierto – Pensé y volté a ver a mi compañera, quien sin ninguna sorpresa asintió con la cabeza.

Como pude la cambié de lugar sin que Raúl hiciera el menor intento de ayuda prestar ayuda.

En una oficina burocrática se ven muchas cosas que no estaba acostumbrada a ver. Los viernes por la tarde la puerta de la oficina del jefe de departamento se cerraba por dentro y su secretaria entraba momentos antes de que se cerrara. Permanecía así por lo menos una hora, después de la cual salía la chica un tanto descompuesta.

Los lunes, generalmente llegaba este mismo señor con cara de haber sido arrastrado por un autobús y volvía a cerrar la puerta, esta vez sólo y por unas dos ó tres horas. Sus ronquidos se escuchaban hasta la calle.

No podía faltar el apuesto seductor que quería salir con todas las que se dejaran. Cuando llegaba una chica nueva, ponía flores en su escritorio, lo que era señal inequívoca de que empezaría el cortejo.

Fulano, quien desde luego era casado, primero sostenía una relación con Mengana. Perengano con Sutana. Al rato Fulano cambiaba a Mengana por Perengana y Sutano con Mengana. Y así sucesivamente daban la vuelta todos contra todas.

Al principio, me disgustaban muchísimo todas estas particularidades burocráticas, pero bien dice el dicho “a todo se acostumbra uno, menos a no comer, porque cuando te estas acostumbrando, te mueres”.

Literal, te mueres. Mueres a tus ideales, mueres a tus convicciones, mueres a tus sueños. Es verdaderamente triste ver como la inercia te lleva día con día a acostumbrarte a ver “normales” las situaciones que antes te escandalizaban, o por lo menos las veía como “anormales”, “criticables”, vamos, fuera de un código moral universal.

Sin embargo, ahí estaba yo, inmersa en ese mundo podrido, corrompido, aborrecible y tan despreciado cuando recién lo conocí. En qué momento cambió mi percepción de la vida? Cuándo empecé a sucumbir a la tentación de probar lo prohibido? Cómo pude hacer a un lado los valores morales tan profundamente heredados de mis padres?

Ahí estaba yo, convertida en burócrata

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