Salir del armario

Salir del armario

Nero Tame

16/05/2018

Javier Baroso estaba sentado detrás de la mesa de roble de su inmenso despacho situado en la Oficina más importante del Banco Urquijo temblando como un flan. Miraba a su interlocutora en silencio, con el corazón acelerado, sin poder contener las emociones.

En su haber contaba con una carrera meteórica de ascensos hasta llegar a la dirección de “la gallina de los huevos de oro”, que era cómo se conocía a la sucursal de Paseo de Gracia esquina Diagonal. A sus cuarenta y dos años era el banquero más influyente de Barcelona.

Por eso su adjunto a dirección y mano derecha, Alonso González, no entendía su insistencia en llevar personalmente aquel caso de desahucio sin el mayor interés para ellos. Ese día se fue pensativo dejando a su jefe solo con aquella atractiva mujer que había hecho acto de presencia justo antes de la hora de cierre.

En el despacho, a puerta cerrada, la mujer se había sentado en la silla ofrecida con un gesto neutro por su anfitrión.

―Hola Baji…quiero decir Javi

El descuido sonrojó a la mujer.

―Has cambiado mucho.

Javier, en cambio, la había reconocido en cuanto había entrado por la puerta. Alta, de esbelta figura, que había conservado a pesar de sus tres hijos, su mirada dura teñida de azul cielo, le transportó a un pasado que creía enterrado. Cómo no iba a recordar a su primer gran amor, a quien le había convertido en lo que era.

Javier no podía apartar la mirada de sus labios descaradamente rojos y del generoso escote que permitía lucir sus falsos encantos.

Todo cambió en el curso de segundo de BUP, cuando él tenía catorce años. Llegó a esa edad sin experiencia con las chicas, únicamente lo que compartía con sus amigos de tráfico clandestino de revistas. En el ambiente de su escuela era elitista, donde se consideraba un mero superviviente. Desde hacía años llevaba sobre su espalda el mote de Baji por su estatura “Javi el baji”. Aquel año coincidió en asientos contiguos con Jano Vallerín, el chico más conocido del instituto. Se desvivió por caerle en gracia desde el primer día. Jano era famoso por sus fiestas donde invitaba a unos pocos elegidos, entre ellos Marta, y por el trastero de su casa. Corría el rumor entre la plebe que en cada fiesta se encerraban parejas al azar en su armario y mantenían relaciones sexuales.

“Baji, ¿te quieres venir a la fiesta que doy este sábado?”, cuando pronunció Jano aquellas palabras, a Javier Baroso se le paró el corazón. Era su gran oportunidad, el poder conocer el armario y el estar cerca de Marta fuera de clase.

Aquel día apareció de punta en blanco en la fiesta. Bebió, rio, se integró y observó a Marta. Estaba siendo una noche increíble.

“Ha llegado el momento que todos esperábamos”, anunció de repente Jano. “Vamos a ver quiénes entrarán en el armario y como siempre lo decidirá la botella”. Se dispusieron en círculo, con una botella de cava vacía en medio que hicieron rodar. Se fueron seleccionando a lo largo de la noche parejas, que entraban por aquella puerta del placer y salían diez minutos después de haber consumado.

Y fue en la última ronda donde todo estalló.

Primero Marta fue apuntada por la boca de la botella y después de más de quince giros interminables, le tocó a Javier. Dios le había escuchado, Dios existía y era el tío más cojunudo del universo, pensó mientras entraban en el reino de la lujuria. Dentro del armario, había en realidad un cuarto pequeño.

Ella se apoyó en la pared y se quitó el jersey para quedarse en sujetador.

Javier tenía tal erección que le iba a perforar el pantalón. Era incapaz de hablar, paralizado por el terror de tenerla delante, accesible. Su sueño convertido en realidad. La vida era un regalo maravilloso. Ella le rodeó con sus brazos y se acercó. Aspiró su olor corporal, una mezcla de jabón perfumado y sudor, saboreó cada segundo como si fuese el último de su vida. Cerró los ojos y se preparó. Primer contacto. Notó fue algo viscoso y húmedo jugueteando con su lengua, que le dejó un sabor agrio. Siguió besándola con pasión con aquella sensación fétida en la boca. No notaba el contacto con su cuerpo.

Abrió los ojos y la luz de la habitación le cegó. Marta estaba unos pasos alejada. La puerta estaba abierta y varias cabezas asomadas mirándole. Una cosa indeterminada, verde y oscura salía de su boca. Le costó entender que lo que besaba era una rana muerta.

Su cuerpo reaccionó y no pudo contener el vómito que expulsó cuan aspersor. Escuchó risas, aplausos y vítores mientras escapaba de aquel espantoso lugar. Lo último que recordaba fue la mirada impasible de Marta.

A lo largo de los siguientes meses, lloró, enfermó, se autolesionó, suspendió cinco asignaturas, padeció el nuevo mote que le pusieron con rabia e impotencia “Baji el sapo potador”, rompió cada uno de los dibujos anónimos y obscenos que se encontraba cada día en su pupitre, cedió a las burlas, a las pintadas en los lavabos y evitó la mirada de Marta intentando odiarla. Debido al inexplicable desastre de sus notas sus padres le cambiaron de colegio para repetir curso. Fue el momento de empezar de cero, y suturar las imborrables heridas.

Tenía la oportunidad de desquitarse con Marta y todo lo que representaba, echarla de su casa y de su vida, como ella había hecho. La fe mueve montañas, pero la venganza las levanta y las destruye.

―El pasado siempre vuelve, es gracioso, ¿verdad? ―le dijo Marta con una sonrisa sin alegría ―no podemos escapar de lo que somos.

Se acercó, se arrodilló delante y le desabrochó el pantalón.

Veinte minutos después vio cómo se marchaba con los papeles firmados. Pensó con tristeza que, aunque era ella quien estaba vez se había comido un sapo, seguía siendo “Javi el baji”, un infeliz que creyó haberse transformado en príncipe por el beso de su amada.

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