Lo vi por primera vez en el entierro de papá. Me conmovió por lo afectado que estaba, tanto o más que nosotros. Iba vestido para la ocasión con un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Me pareció tan elegante… Como un ciprés más del cementerio. Había opositado al puesto con dos más, y se enorgullecía de que solo él había superado los tres exámenes preceptivos. Sin duda, tenía madera de enterrador.
No habían pasado seis meses cuando nos casamos. Los dos de negro. La muerte de papá estaba demasiado cerca y no me apetecía publicar la dicha que me embargaba y ser diana de críticas. Como muestra de mi cariño, tras la ceremonia, dejé sobre la tumba de papá mi ramo de novia de delicados crisantemos.
Los primeros meses de casados me tenía deslumbrada. En la calle, éramos una pareja más, pero al llegar a casa todo se transformaba. Me acostumbré, presa de amor, a unos juegos que Crisanto se inventó y con los que nos entreteníamos antes de entregarnos a la pasión amorosa. Consistían en tumbarme en la cama y hacerme la muerta. Debía poner un rictus serio y mantenerme inmóvil. Le encantaba mostrarme los secretos de su profesión a medida que me dejaba hacer. Me daba cierto morbo rendirme a sus caprichos, aunque, al cabo del tiempo, como en cualquier relación, comenzaron a aburrirme. Me desnudaba sobre la colcha y pasaba una esponja humedecida con agua y jabón por todo mi cuerpo. Al principio, ese ritual me excitaba, ¿a quién no? Después, tomaba un paquete de algodón y taponaba mis oídos y la nariz. Al tiempo, me explicaba para qué se hacía. Una vez, intentó sellar mi boca con silicona, pero le contesté que o la nariz o la boca, si no quería que pasara a engrosar su lista de clientes. Después, con una brocha de maquillaje, me empolvaba todo el cuerpo, para conseguir la lividez que tanto le gustaba. A veces, se enfadaba porque me entraban cosquillas cuando pasaba el pincel por según qué sitios. Entonces, le rogaba que parase y me arrojaba a sus brazos. Normalmente, cedía y sucumbíamos los dos a los goces del amor. Pero no siempre era así. En ocasiones, me obligaba a quedarme quieta durante horas. Se sentaba en la butaca del dormitorio y se dedicaba a mirarme. Mientras lo hacía, murmuraba como una cancioncilla, hasta que descubrí que rezaba el rosario. Cada día, incorporaba al ceremonial algún disparate más.
Eso en cuanto al sexo, pero podría narrar situaciones insólitas de nuestra vida en común. Por ejemplo, nos sentábamos en el sofá juntos para disfrutar de las películas de la sobremesa. Menuda rareza, diréis. Pero no me acostumbraba a la visión a través de la mantilla. Crisanto había rescatado de un baúl del fondo del trastero un vestido con el que su abuela había sobrellevado su viudez. Al parecer, compartíamos talla. Entre el olor a naftalina y las rendijas del velo, me levantaba del sillón colocada. Después, repetíamos la rutina diaria del párrafo anterior. Rutina, rutina, rutina.
Tras el cordero del menú de boda, jamás volví a comer carne en su presencia. Crisanto decía que la carne ensuciaba el alma, que estaba destinada a corromperse y contaminar el cuerpo, por lo que pasé a incorporar guisantes, espinacas y demás hortalizas de hoja verde a mi dieta hasta olvidarme de mis adoradas proteínas. Alguna vez, cuando le salía un trabajito, como él llamaba a los entierros, aprovechaba su ausencia y bajaba al bar de Anselmo, donde saboreaba, con lágrimas en los ojos, un bocadillo de jamón seguido de una ración de picadillo de cerdo. Me olvidaba de liviandades y glorias y pecaba hasta que se me inflamaba el estómago.
Nuestros paseos se limitaron al camposanto. Coincidía con él en que no había lugar donde se pudiera hallar más paz. Sentía curiosidad por las lápidas, sus inscripciones, los panteones familiares, las esculturas de ángeles y las cruces, los nichos con sus cirios prendidos… Volvía a casa con un pequeño ramo de flores que hurtaba de las sepulturas. En casa, siempre disfrutábamos de flores frescas. Pero la emoción se evaporó como las gotas de lluvia en el suelo durante una tormenta de verano. Echaba de menos salir a bailar, ir al cine, alternar con los amigos…
Una noche le pedí que me llevara al cementerio. Sabía que no podía regalarle nada para su cumpleaños que le satisficiera más. Le ayudé a tumbarse sobre un mausoleo de mármol de Carrara donde yacía un noble de la localidad. ¡Qué menos se merecía él! Acudí con el atuendo de su abuela, la buena mujer. ¡Nada había que le pusiera más! Serví dos copas de absenta para ambientar aún más la cita y, cuando las campanas dieron las doce, toda la familia salió con gran alborozo de entre las tumbas para celebrar su aniversario. ¿Dónde mejor podía ofrecerle una fiesta sorpresa?
Ahora acudo cada viernes, al salir del trabajo, y dejo un ramillete de margaritas junto a su nicho, a pie de calle. Eran sus flores favoritas. Para su funeral, llamaron al enterrador del pueblo de al lado, un tipo bruto que, con un palillo entre los dientes, se limitó a emparedar sin fineza el hueco de la lápida. Apoyó la corona de flores con torpeza, sin enderezar la cinta que rezaba lo de que su familia no le olvidábamos y se alejó silbando, contento por la vacante que dejaba Crisanto.
A veces, me desnudo sobre la cama y me sonrojo recordando sus dedos finos recorriendo mi piel. Me parece oírle como en una extraña letanía. Después me levanto y me hincho a brócolis y escarola. Ahora que no está, le echo tanto de menos…
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