Faltaban veinte minutos para que abriera la pastelería. Mejor así, pensó. Con pasos presurosos, Antonia se dirigía a su lugar de trabajo que estaba ubicado en la Avenida Centenario, centro neurálgico de la ciudad de San Alfonso, zona central del país de su infancia, Chile. Como todos los días, gustaba de llegar temprano para poder ordenar el mesón, acomodar en la vitrina pasteles recién horneados, hervir agua y tomarse alguna infusión. ¿Su predilecta? El té negro con sabor a menta que jamás podía faltar en la mañana como aliciente para comenzar el día. Llevaba varios años trabajando en la pastelería “Hamburgo”, ya ni siquiera recordaba cuantos pero serían ocho, la misma edad de su hijo, René. Al mirar a Antonia se tornaba muy difícil concebir que aquella pequeña muchacha de pelo castaño y tez morena fuera madre ni menos aún que llevara esa cantidad de tiempo a cargo de un negocio, pues, a simple vista, no superaría los veinte; lo cierto es que tenía veintisiete, recién cumplidos el veinte de marzo de 1972. Al observar directamente a sus ojos color miel, uno podría hacerse la idea de que en realidad no eran veintisiete sino cuarenta o más, producto de la madurez que había adquirido en sus cortos años. Ese aire serio y de responsabilidad fueron los que terminaron por convencer a Helmet Kreutzberg, dueño de la pastelería y supuesto nazi, de que era la indicada para hacerse cargo del negocio; dicen que Antonia fue directamente a hablar con él para pedirle trabajo, esgrimiendo como motivo principal que tendría las capacidades innatas para prosperar el local a pesar de que el viejo alemán no contrataba personal menor de treinta años. Pero esa es otra historia.
Ese día en especial, ocurrió un hecho que remeció profundamente la jornada, en realidad la vida de la muchacha. Justo a las nueve de la mañana de ese otoñal día apareció un cliente particular; un hombre de aproximadamente treinta años, usaba gafas, estaba vestido con un abrigo y tenía debajo de su brazo izquierdo, algunos libros. Tímidamente se acercó al mostrador y miró con paciencia la oferta de pasteles recién horneados; Antonia, que ya tenía experiencia en atender indecisos, se acercó y amablemente comenzó a aconsejar:
- – Recomiendo el pastel de trufas y frutos rojos, está exquisito. – susurró con complicidad y una sonrisa en los labios.
- – … entonces, eso quiero, por favor.- respondió el desconocido, correspondiendo la sonrisa.
- – Aquí tiene su torta y su cambio. – Antonia lo miró fijamente extendiéndole ambas cosas.
Antes, mientras envolvía el pastel, pensó en lo bien parecido del cliente, en que nunca le había visto antes, en que parecía serio y con un aire formal como si fuera un sacerdote, algo así.
De manera fortuita y sin planificarlo, se tocaron las manos con un leve roce, superficial, tímido e inocente. Jamás había creído en el amor a primera vista, tal vez no había creído jamás en el amor siquiera, pero ese día algo había pasado y era evidente que ambos lo sintieron. Se sonrojaron y bajaron la mirada, él se despidió con cortesía formal y ella respondió al adiós. Nada más. Por ese día.
Al día siguiente, al que sigue y luego al siguiente, todos los días a las nueve de la mañana, de lunes a domingo y durante todo ese otoño que se convirtió en primavera anticipada para darle paso a un verano intenso, aquel cliente entró a comprar su pastel de trufas y frutos rojos; justo a la hora lo esperaba Antonia, por supuesto. Todos las mañanas, mientras desayunaba con su hijo antes de la escuela y del trabajo, pensaba en él, en si efectivamente iría ese día y en como se mirarían a los ojos en un ritual repetitivo, pero no necesariamente rutinario ni aburrido, sino más bien esperado, deseado.
El cliente, que fue mutando su identidad hasta llamarse Alonso Andrés, todos los días iba en busca de Antonia (el pastel de trufas y frutos rojos era una excusa, ambos lo sabían) con sus libros bajo el brazo, que resultaron ser manuales de filosofía pues era profesor. El diálogo entre ellos creció mucho más allá de la elección de la delicia a comer y se transformó en conversaciones profundas al amparo de un café con leche y un té negro con sabor a menta. Hablaron de todo: del niño René y de Platón, de la escuela y de Maquiavelo, de lo difícil que había sido ser madre soltera tan joven y de la Alegoría de la Caverna. Pasaron las estaciones y otra vez fue otoño, siguieron hablando de lo difícil de la vida en Chile y también de Marco Aurelio y los estoicos, del clima político polarizado y de Herder y el nacionalismo europeo; también hablaron de su amor, que trascendía a aquella improvisada mesita en donde tomaban sus infusiones y comían el pastel de trufas y frutos rojos. Allí también se besaron.
El invierno llegó otra vez y una mañana de Agosto se hicieron una promesa: a fin de ese año se irían a Europa, ellos dos y René. Alonso Andrés estaba postulando a un doctorado y lo más probable era que lo aceptaran en el programa, dijo. Se alegraron, se sonrieron y vieron felices como el futuro les abrazaba con brazos de franela con olor a trufas y frutos rojos. Llegó Septiembre, un Martes 11. Antonia llegó temprano y abrió la pastelería. No era un día normal: militares rondaban por las calles exigiendo autoritariamente que cerraran todo y se fueran. Eran las nueve y Alonso Andrés no llegó. Al día siguiente no supo nada de él; había toque de queda. Ni a la semana siguiente. Ni al mes o al año siguiente. Han pasado más de cuarenta años y aún no sabe nada, solo que aparecía inscrito en las listas negras del régimen, solo por ser profesor, profesión peligrosa. Pero aún, cada cierto tiempo, llega alguien pidiendo pastel de trufas con frutos rojos y un calorcito feliz vuelve al corazón de Antonia.
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