¿Qué podía saber yo qué iba a ser de mi vida a los 25 años?
En esa etapa solía pasar los días de invierno recostada, mirando películas de todo tipo, tapada hasta la frente, acompañada de café y de mis dos hijas- gatas. Me sumía en depresiones que, sinceramente, no me molestaban.
El problema de esos días no era el estado anímico en sí, sino tener que salir al aire libre, a trabajar, a la rutina socialmente establecida. El problema era dejar de lado lo que me pedía el alma por las convenciones sociales. Era allí cuando comenzaba a pelearme con ese profundo estado de ánimo, queriendo de repente dos cosas, que por ser imposibles, me molestaban.
Una de ellas era desaparecer de ese momento, de esa vida. De repente convertirme en un animal sin responsabilidades a la espera de su alimento (no pagado por él) y recostado en su alfombra preferida; o por qué no, vivir en los tiempos de antes, ser una nativa que pasaba sus días cazando o guardadita en su choza. También se me ocurría agarrar todo mi dinero y escapar a una isla a vender ensaladas de frutas, sándwiches o pulseras de macramé, y poder recostarme al calor del sol palpando con mis apoyos ese calorcito disuelto en pequeñas porciones de arena.
También y para ponerme más dura conmigo, se me antojaba convertirme en otra persona, celosa de algunos conocidos; y así pasar a ser una famosa actriz que vive del apasionado teatro, con las emociones a flor de piel, no como un obstáculo sino como un talento extra muy venerado; una yogui hindú en el perfecto trance meditativo; un multimillonario en su siesta comiendo uvas frescas con los almohadones más plumosos del mercado; o un anciano de geriátrico, con la única preocupación de ganar el bingo de esa tarde.
Sí, a veces aborrezco mi vida.
La otra de las dos opciones era la mentira. Podía llamar al trabajo y decir que estaba enferma, ¿acaso la enfermedad del alma no es también un estado que merece reposo?. Decir por ejemplo que me pasó algo grave, que se rompió el auto, que debí viajar con urgencia, que hubo una fuga de gas en el edificio y todos los inquilinos tuvimos la obligación de ir a hacernos ver, etcétera. Quizás esta opción no parecía tan imposible para algunos. Incluso era bastante común por esos días. Porque, ¡vamos! Quisiera imaginarme que no soy la única persona que sufre de estos estados catatónicos aunque sea una vez al mes.
El problema de esa opción conmigo, era que no se me daba para nada bien eso de la mentira. Lejos de servirme como aliada, me convertía en una esclava de la culpa y terminaba sintiéndome peor que antes. De hecho, si hubiese intentado esa opción para esos momentos, creo que no habría disfrutado de la cama, el acolchado y las películas, sino que me hubiese pasado la tarde peleándome con mis pensamientos, con inseguridades y culpas, y así me habría hecho falta, fácilmente, otro día más de reposo.
Y es que acaso no se ha inventado aún la opción:
“A quien corresponda,
Informo que el día de la fecha me tomaré el día de licencia establecido en el artículo 48207 del código del empleado feliz y auténtico, para compensar las horas de reposo mensual de recuperación de alma y cuerpo por estados de común y ordinaria depresión profunda.
Sin más que a la espera de una respuesta favorable, para volver y rendir más eficazmente, me despido atentamente.
El empleado feliz y auténtico”.
Que fácil hubiese sido esa última…
Mientras tanto, ese día estaba yendo a trabajar nuevamente. Con muchas ideas en la cabeza, con un vacío adentro que más que llenarse de algo, sólo quería seguir vaciándose.
Y mientras manejaba, mis extremidades en la máquina y mi mente pensando en la vida: en la esclavitud en la que nos permitimos los seres humanos sumir. Donde no se deja volar a los sentimientos, llorar en paz, reír como un loco. Donde el espontáneo es un poco despreciable, seguro un desquiciado, un bipolar o una mujer que no ha tenido una buena noche de sexo. Donde nos da miedo lo que los demás pudieran decir o pensar de nosotros, por sólo ser sinceros (como si ellos no pasaran también por el mismo tormento). Pero como seres involucionados que somos en algunas cosas del sentido común, en vez de amotinarnos en sociedad y hacer la revolución de los sentimientos, nos seguimos mintiendo entre todos, poniendo caritas sonrientes y compitiendo por quién rinde mejor en la oficina con cincuenta kilos de depresión encima. Así seríamos de seguro el empleado del mes, aquel que hace lo correcto, aquel que no mezcla lo personal con lo laboral. Ese tipo sí que es un ejemplo.
Y aun vagando, mi mente recordaba los momentos de absoluto éxtasis, esos minutos o pocas horas que pasan como flash en la vida: esas visitas inesperadas, esos amigos que te sacan carcajadas entre risottos y queso azul, esas noches de baile y karaoke, esos partidos de fútbol donde sólo importa que el muñequito que corre en la televisión consiga meter la pelotita en esa cuadrada red al otro lado de la cancha, esos amores que acompañan a hacer nada, esas tardes de domingo donde afortunadamente la fecha permite a la depresión y se pueden mirar películas y llorar sin culpa.
Qué rápido la vida va pasando, y al final, sólo quedan esos recuerdos (que nada tienen que ver con los papeles que iba a entregar esa tarde al contador). Quedan las sensaciones que me provocaron, sean tristes o felices, y las inspiraciones nocturnas o matutinas que me llevaron a escribir letras tan ocurrentes como depresivas.
Y junto con todo esto, también pensaba en lo simple que sería en realidad la primera opción si sólo tuviese un poco más de coraje…
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