Eran las ocho de la mañana de un día de abril cuando Melitón presenció el descarrilamiento de un camión tipo tortón cargado de cerdos en una curva ubicada en el entronque a la Central Camionera y la desviación para entrar a la Central de Abastos. Aunque iba a unos cien metros de distancia, él debió pisar con fuerza el freno de su camioneta, una Hilux, que venía cargada con treinta costales de azúcar. En su avance golpearía a un par de cerdos que huían despavoridos sobre la autopista. Una vez estabilizada la camioneta, de darse cuenta que seguía vivo, observó a los vecinos del lugar que salían despavoridos de sus casas de láminas de cartón.
En primer lugar divisó a un hombre rengo que avanzaba hacia dos cerdos tendidos sobre el carril de baja velocidad. Sacó de quien sabe dónde un cuchillo y ahí les rajó el pescuezo. Vería el pataleo de los animales. Luego, el rengo hizo un gesto con las manos a un par de muchachos que lo alcanzaron con su respectiva carretilla. En un par de minutos se difuminaron entre los carros y gentes.
Algunos hombres buscaron a tientas un marrano debajo de las ruedas del tortón. Si lo encontraba, lo jalaban de las orejas y lo hacían perdedizo entre las veredas. Incluso varios transportistas se hicieron del suyo –gente con camioneta y venida de la Central de Abastos–, por lo que mantenían el motor encendido.
La gente rezagada no tuvo otra opción que entrarle al descuartizadero. En un lapso de cinco minutos, algunos hombres y mujeres ya cargaban entre sus brazos un muslo, un espinazo, una pierna, una cabeza; nadie parecía interesado en las tripas, solo los perros que eran corridos a patadas, aunque de vez en cuando lograban escapar con algún pedazo de carne o hueso. De pronto, ya no hubo nada que cortar, nada que recoger.
Entonces, alguien corrió hacia las jaulas metálicas. Todavía había unos cuarenta o cincuenta marranos vivos. La gente avanzó con sus cuchillos y machetes. Rompieron los candados. El gruñir de los cerdos resonó con fuerza, en tanto su sangre corría en la canaleta. En la distancia se escuchó el sonido de las sirenas. Muchos apresuraron a cortar lo que se pudiera.
¡Alto!, gritó un policía. ¡Cállate hijo de tu chingada madre, sino aquí te quedas!, respondió un hombre que llevaba tatuada a la Santa Muerte en los brazos y que iba hacia el descuartizadero. Otro policía, mucho más viejo y panzón, le dijo que se mantuviera alerta. Y caminó unos trescientos metros, resoplando como trailer con freno de motor. Se metió a empellones en medio de la gente. Se ganó como cinco kilos de costillas. Al subir a la patrulla le dijo a su compañero que las haría fritas con cebollas cambray. Pero en la comandancia pueden echarnos en cara la vigilancia, dijo el más joven. De eso me encargo, dijo el viejo policía. Dio marcha a la patrulla y huyeron hacia la Central de Abastos.
A Melitón ya no le extrañaba este comportamiento. Una semana atrás se había descarrilado un camión de cervezas. Esa misma gente cargó sus charolas de cerveza en lata o cajas de caguamas. Un mes atrás, un camión de víveres para los damnificados del temblor del 19 de septiembre, había sido vaciado en un plazo de quince minutos, sin que la policia hiciera algo al respecto. Incluso él debió dar por perdidas unas cajas de aguacate hace medio año, cuando le ganó la fuerza de la curva y por un pelito, vuelca.
Sin embargo, Melitón debía estar alerta. La gente podía irse sobre su media tonelada de azúcar, azúcar indispensable para su tienda de abarrotes ubicada en San Andrés. Si bien había una lona encima de los costales, podía haberse jalado durante el frenón. Salió de la cabina. Por fortuna, no se notaban. Pero a un lado de la salpicadera de lado del conductor, había un marrano y por la caneleta, otro más. Entonces observó que el tamalero se acercaba con un cuchillo. Minutos antes éste había tirado el contenido de las ollas de atole de arroz y champurrado en una tarjea de drenaje, y había hecho un espacio en su triciclo.
De pronto, Melitón se acordó del cumpleaños número ochenta y cinco de su padre. Debía quedar bien delante de sus hermanos. Tenía una tienda donde no paraba de llegar la gente, vendía bien. Debía ponerse esplendido. El accidente en carretera era una bendición, se dijo, ya no gastaré tanto.
Uno y uno, indicó Melitón al tamalero. No mames, respondería el tamalero, si aleguas se ve que te sobra dinero. No vengas con mamadas, diría Melitón, ¡esos cabrones nos pueden dejar sin nada! Tras un breve silencio que permitió escuchar las voces de las gentes que peleaban por un pedazo de carne, el vendedor se agachó y jaló la pata de un cerdo; el cráneo tenían mal aspecto, pero el resto se notaba perfecto. Melitón se prestaría a ayudarlo. Luego el tamalero ayudaría a Melitón. Por supuesto, el vendedor vería los bultos de azúcar. No diría ni media palabra, sólo le miró fijamente a los ojos y dio la media vuelta.
Melitón subió a su camioneta. La arrancó. Salió por una brecha que abrieron los demás automovilistas. Aceleró porque a la lontananza venían varías patrullas. Era más de ciento cincuenta cerdos y un montón de gente, se dijo, pero en quince minutos todos se pasaron de verga, incluyéndome. Que Dios me perdone, pero por mi padre, ¡todo!, hasta el infierno.
El tráiler quedó volcado sobre esa parte de la autopista durante tres horas, poniendo en aprietos a los policía de caminos que no paraban de recibir las mentadas de madre por parte de los camioneros y automovilistas que iban para la Ciudad de México.
El sol del mediodía desató en la zona la más terrible pestilencia a mierda de marrano insoportable para los automovilistas, pero ese olor no era nada extraño para los perros traspaleados que devoraban tripas y uno que otro hueso.
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