Julio Campusano fue un hombre sabio. Nacido y criado en los campos de La Serena, fue un personaje icónico en esta pequeña ciudad. No sabía leer ni escribir y su voz se parecía a un murmullo bajo y profundo, casi ininteligible. La tierra era lo que él conocía: sus texturas y colores; sus olores y sabores; los animales e insectos; las plantas, árboles y sus frutos. Él sabía cuándo algo faltaba o sobraba en la tierra de las cosechas. Sus conocimientos eran tan vastos que llenarían un estante de libros. Julio trabajaba para su patrón santiaguino, Don Carlos, en un pequeño fundo familiar. Ellos se comunicaban entre sí, pocos lograban descifrar lo que decía, pero don Carlos podía comprender sus palabras.
Era un día de verano, bajo el arduo sol Julio cantaba, de forma desafinada, mientras cosechaba los choclos. Con una gran pasión, enunciaba cada verso mientras las gotas de sudor corrían sobre su frente. Al finalizar, Julio cargó la carretilla con la cosecha mientras seguía cantando. Llegó a la máquina de desgranado, detuvo su canto y comenzó su labor. En el suelo, se veían cientos de granos desparramados. Don Carlos, con un poco de decepción en su voz, le dijo, “Julio, no deben quedar restos de granos en el suelo. Tenemos que aprovechar toda la cosecha”. Julio Campusano, con sus ojos cansados pero llenos de vida le respondió: “Pero Don Carlos, ¿De qué van a vivir los pajaritos?”. Don Carlos, al escuchar estas palabras, se detuvo para reflexionar y se quedó en silencio, mientras Julio siguió desgranando los choclos.
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